Carolina C
Wed 01 Apr
--Podes agarrar lo que quieras y pagas en caja --comentó Hernán--. Yo voy a comer empanadas.
Los dos elegimos empanadas, por más que la oferta del día era guiso de lentejas.
Él, seguro, seguía comiendo carne; en mi caso intentaba dejarla. Preferí solo una de pollo. Condimentada con cebolla, huevo y morrón, el animal muerto pasaría desapercibido. No llegaría a imaginar cómo lo degollaron. Y menos cómo lo despedazaron.
Pedimos una cerveza fría. Todas las mesas tenían manteles rojos a cuadros y flores blancas de plástico. Estaban colocadas en vasos de boca ancha, como si fuesen frascos de mayonesa. Apoyé la bandeja y, por un momento, pensé en los años que pasamos sin vernos. Hernán fue un buen amigo en la adolescencia. Y de casualidad lo reencontré.
Comí la primera empanada de brócoli y queso, la verdura estaba fresca, tenía poco aceite. Agarré la de espinaca y cebolla. Él comió las tres fritas, de carne cortada al cuchillo. Al rato palmeó mi hombro y dijo:
-- ¡Qué bueno verte, loco! -- y agregó: -- ¿te acordás cuando caminábamos para tomar el tren? todo para ver las bandas de metal. ¡Qué movida, Esteban!
Eso se repetía casi todos los fines de semana. Cuando no había plata hacíamos lo mismo, pero terminábamos mirando las remeras, los buzos y las revistas que tenían las galerías de la peatonal. Hernán, acelerado como siempre, se reía; masticaba; hablaba. No había cambiado en nada.
De tantas carcajadas, empecé a toser; tomé un vaso de cerveza; y agarré la última empanada. La música escapaba de una fonola, luminosa como las luces de un escenario. Mientras movía la punta del pie a la par de la batería, pensé en voz alta: ¡parece que el tiempo no hubiese pasado!
De repente varios eructos obligaron a que me sentara derecho. Hernán volvía del baño.
-- ¿Che, comemos una torta?, hay una de crema que pinta buena.
Le dije que si con la cabeza. Por segunda vez me palmeó el hombro y dijo:
-- ¡Sos el mismo Esteban, no cambias más!
Fui hasta la vitrina y todas las porciones me miraban, mientras yo pensaba no decirle nada sobre mis ganas de ser vegetariano. Seguro me diría: ¿nunca más vas a comer asado? Estaba intentando dejar las carnes, reemplazarlas por cereales y semillas. No iba a entender. Este "nuevo Esteban", Hernán no lo conocía. Lo imaginé comparándome con una mina que solo come verduritas. Por un momento, me di cuenta que estaba parado frente a la torta de crema, ¿rancia?, que podía sacarme el gusto asqueroso del pollo muerto, entonces elegí dos porciones.
Brindamos, varias veces, acordándonos de los recitales y los pantalones negros apretados y las remeras negras y las camperas de cuero. También negras. Él se reía de aquella vez que se encerró en el baño para usar la planchita de mi hermana. Le gustaba tener el pelo bien lacio.
Al terminar la torta de crema y cerezas de rojo artificial, sentí asco. Los pelos pero no los peinados con la planchita, sino los de ambos brazos se erizaron. Encima, no sé por qué, tuvo la buena idea de recordar cuando mi abuela trajo la sopa de gallina casera.
Los ruidos resonaban en mi estómago, como si hubiese comido dos platos de guiso de lentejas. Las que estaban de oferta. Él, contento por el encuentro, no se daba cuenta de nada. Insistió:
-- ¿Compro otra?
Cuando se levantó, aproveché a eructar varias veces, tapándome la boca. La fonola tenía el volumen alto. Creo que nadie escuchó nada. Disimulaba mirando por la ventana.
Mientras se quedó hablando con el cajero, yo intentaba olvidarme todo lo que comí. Y lo que tomé. Tenía escalofríos. Pensé decirle que me sentía mal, pero también sabía que con su humor ácido iba a burlarse de por vida. Antes nos tomábamos varias cervezas sin comer ni siquiera una empanada y estábamos bien. Muy bien. Entre replanteos y descomposición, sentí una fuerza bruta desde lo más hondo, intenté frenarla, pero era irrefrenable. Miré el largo pasillo; la ventana; la mesa con el mantel rojo a cuadros; la cara de Hernán contento que volvía. Tiré al piso las flores blancas de plástico, y corrí con la boca dentro del vaso que parecía un frasco de mayonesa.
Wed 01 Apr
--Podes agarrar lo que quieras y pagas en caja --comentó Hernán--. Yo voy a comer empanadas.
Los dos elegimos empanadas, por más que la oferta del día era guiso de lentejas.
Él, seguro, seguía comiendo carne; en mi caso intentaba dejarla. Preferí solo una de pollo. Condimentada con cebolla, huevo y morrón, el animal muerto pasaría desapercibido. No llegaría a imaginar cómo lo degollaron. Y menos cómo lo despedazaron.
Pedimos una cerveza fría. Todas las mesas tenían manteles rojos a cuadros y flores blancas de plástico. Estaban colocadas en vasos de boca ancha, como si fuesen frascos de mayonesa. Apoyé la bandeja y, por un momento, pensé en los años que pasamos sin vernos. Hernán fue un buen amigo en la adolescencia. Y de casualidad lo reencontré.
Comí la primera empanada de brócoli y queso, la verdura estaba fresca, tenía poco aceite. Agarré la de espinaca y cebolla. Él comió las tres fritas, de carne cortada al cuchillo. Al rato palmeó mi hombro y dijo:
-- ¡Qué bueno verte, loco! -- y agregó: -- ¿te acordás cuando caminábamos para tomar el tren? todo para ver las bandas de metal. ¡Qué movida, Esteban!
Eso se repetía casi todos los fines de semana. Cuando no había plata hacíamos lo mismo, pero terminábamos mirando las remeras, los buzos y las revistas que tenían las galerías de la peatonal. Hernán, acelerado como siempre, se reía; masticaba; hablaba. No había cambiado en nada.
De tantas carcajadas, empecé a toser; tomé un vaso de cerveza; y agarré la última empanada. La música escapaba de una fonola, luminosa como las luces de un escenario. Mientras movía la punta del pie a la par de la batería, pensé en voz alta: ¡parece que el tiempo no hubiese pasado!
De repente varios eructos obligaron a que me sentara derecho. Hernán volvía del baño.
-- ¿Che, comemos una torta?, hay una de crema que pinta buena.
Le dije que si con la cabeza. Por segunda vez me palmeó el hombro y dijo:
-- ¡Sos el mismo Esteban, no cambias más!
Fui hasta la vitrina y todas las porciones me miraban, mientras yo pensaba no decirle nada sobre mis ganas de ser vegetariano. Seguro me diría: ¿nunca más vas a comer asado? Estaba intentando dejar las carnes, reemplazarlas por cereales y semillas. No iba a entender. Este "nuevo Esteban", Hernán no lo conocía. Lo imaginé comparándome con una mina que solo come verduritas. Por un momento, me di cuenta que estaba parado frente a la torta de crema, ¿rancia?, que podía sacarme el gusto asqueroso del pollo muerto, entonces elegí dos porciones.
Brindamos, varias veces, acordándonos de los recitales y los pantalones negros apretados y las remeras negras y las camperas de cuero. También negras. Él se reía de aquella vez que se encerró en el baño para usar la planchita de mi hermana. Le gustaba tener el pelo bien lacio.
Al terminar la torta de crema y cerezas de rojo artificial, sentí asco. Los pelos pero no los peinados con la planchita, sino los de ambos brazos se erizaron. Encima, no sé por qué, tuvo la buena idea de recordar cuando mi abuela trajo la sopa de gallina casera.
Los ruidos resonaban en mi estómago, como si hubiese comido dos platos de guiso de lentejas. Las que estaban de oferta. Él, contento por el encuentro, no se daba cuenta de nada. Insistió:
-- ¿Compro otra?
Cuando se levantó, aproveché a eructar varias veces, tapándome la boca. La fonola tenía el volumen alto. Creo que nadie escuchó nada. Disimulaba mirando por la ventana.
Mientras se quedó hablando con el cajero, yo intentaba olvidarme todo lo que comí. Y lo que tomé. Tenía escalofríos. Pensé decirle que me sentía mal, pero también sabía que con su humor ácido iba a burlarse de por vida. Antes nos tomábamos varias cervezas sin comer ni siquiera una empanada y estábamos bien. Muy bien. Entre replanteos y descomposición, sentí una fuerza bruta desde lo más hondo, intenté frenarla, pero era irrefrenable. Miré el largo pasillo; la ventana; la mesa con el mantel rojo a cuadros; la cara de Hernán contento que volvía. Tiré al piso las flores blancas de plástico, y corrí con la boca dentro del vaso que parecía un frasco de mayonesa.
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