martes, 6 de junio de 2017

Un mundo feliz, la novela del escritor británico Aldous Huxley publicada en 1932, narra la realización de un experimento consistente en producir una organización social feliz a través de la medicalización y la hipnopedia. Quienes dirigen la investigación administran, calculan y controlan procedimientos químicos sobre cultivos humanos que se producen en botellas. Luego adoctrinan a través de la “hipnopedia”, método de manipulación basado en la repetición de frases cortas, que se graban en el cerebro de los niños al nacer y mientras se duerme, para que la gente crea ciertas “verdades”. Se fabricaba un narcótico llamado Soma, droga que se suministraba a los deprimidos para que se evadan de la realidad y “curar” sus penas. El Estado era el encargado del reparto de esta sustancia, una especie de elixir de la felicidad, a fin de controlar las emociones y mantener a las personas contentas, factor necesario para no poner en peligro la estabilidad de la Metrópolis (nombre de la ciudad).
Para el mejor funcionamiento del sistema los seres humanos se dividían en castas: Alfas, Betas, Gammas, Deltas y Epsilons. Los Alfas eran inteligentes, altos y musculosos; los Epsilons bajos, tontos y feos. Ese mundo decidió que los de las castas inferiores se cultivarían por lotes de copias exactas, continuando de por vida siendo tontos e inferiores, para lo cual se agregaban ciertas sustancias en el tubo de ensayo, condenando a estos seres inferiores a un destino “natural” e inamovible.
Este notable texto que se inscribió a comienzos del siglo XX como literatura de ciencia ficción, llevó a su autor a afirmar, unos años después, que muchas de sus imaginadas truculencias se habían convertido en penosas realidades con una rapidez que él no había imaginado. Sostenemos que esa ficción presenta sorprendente similitud con la subjetividad producida por el neoliberalismo, en la que la medicalización de la sociedad es uno de sus determinantes principales. El neoliberalismo es un dispositivo biopolítico que avanza ilimitadamente sobre la cultura y la transforma en un mercado en el que todo tiene un precio. Organizada por los imperativos de consumo, la cultura neoliberal precisa producir una subjetividad narcotizada, que se satisface consumiendo, anhelando una felicidad consistente en aumentar constantemente su riqueza y tener un éxito que siempre va a resultar insuficiente. Las personas son consideradas solo en tanto consumidoras o como recursos humanos a los que hay que evaluar, decidir para qué sirven y en qué pueden convertirse. Lo social se muestra atravesado por la falsa premisa de la meritocracia y la ingenua creencia del empresario de sí mismo, adiestrado en libros de autoayuda y couchings, encubriendo así la realidad inamovible de los privilegios y los destinos de exclusión que se presentan como “naturales”.
En el neoliberalismo la cuantificación y la cifra son ideales orientadores que funcionan como garantías del ser, referenciados en las escalas de valores que establecen los departamentos de venta de las empresas. Ellos imponen los criterios de normalidad, salud y enfermedad, los valores compartidos, hábitos, costumbres y los sentidos que luego serán comunes. Los grandes laboratorios deciden invertir en el desarrollo de medicamentos en función de estrategias de mercado, para lo cual instalan determinadas patologías. Establecen la enfermedad, definen los percentiles de anormalidad y los síntomas que ella incluye, así como la estrategia para la expansión de ese diagnóstico, que en algunos casos constituirán “epidemias”. Realizan una gran campaña de marketing que consiste en sponsorear congresos, publicaciones, capacitaciones, viajes para los profesionales, publicidad, campañas de prevención y difusión, etc. Si consideramos el hecho de que la industria farmacéutica es una de las más poderosas del planeta, es fácil deducir que obtendremos como resultado una cultura cada vez más medicalizada y homogeneizada en una supuesta salud como en una supuesta enfermedad, una verdadera colonización de la subjetividad. La investigación en enfermedades mentales sostenidas por las neurociencias no es el producto de un alma bella dedicada a hacer el bien a la humanidad, sino que se rige por esta lógica de expansión del diagnóstico de determinadas enfermedades articuladas a la venta de remedios.
Consideremos algunos ejemplos. El “ataque de pánico” se puso de moda en los últimos años gracias a una excelente campaña de marketing financiada por los laboratorios. Los síntomas que incluye el “novedoso” cuadro ya fueron agrupados por Freud en 1895 bajo el nombre de neurosis de angustia: hipertensión arterial súbita, taquicardia, dificultad respiratoria, disnea, mareos e inestabilidad, sudoración, vómitos o náuseas.
El llamado trastorno bipolar es un cuadro hace tiempo conocido como psicosis maníaco depresiva, que se ha expandido enormemente en los últimos 20 años por efecto de estas políticas corporativas. Muchísimos sujetos están siendo rediagnosticados como bipolares a partir de la observación de conductas, la evaluación de rendimientos, estableciendo parámetros sintomáticos sin que se realice un diagnóstico estructural.
En el caso de los niños, el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH), está a la orden del día. El déficit de atención, la hiperactividad e impulsividad son características de la infancia, que fueron elevadas a la categoría de trastorno neurobiológico: un desorden del cerebro. Los neurólogos afirman que es fundamental realizar un diagnóstico temprano para evaluar si tales síntomas se presentan con una intensidad y frecuencia superior a la normal y si interfieren en los ámbitos de su vida escolar familiar y social. ¿Conocen algún niño que no presente estos supuestos síntomas? ¿Cuál es la medida de la normalidad y quién la establece?
El prestigioso neurólogo Fred Baughman denunció ante el Congreso de los Estados Unidos y presentó una demanda de fraude al consumidor en el Estado de California por el falso diagnóstico de TDAH. Niños completamente normales fueron diagnosticados con ficticios desequilibrios químicos cerebrales, y la subsecuente orden médica de tomar drogas. El exceso diagnóstico induce a medicalizar comportamientos que simplemente se separan de la norma, sin ser propiamente trastornos psíquicos.
En nombre de la salud y la normalidad observamos un empuje que lleva a la ciencia hacia el dispositivo del discurso capitalista y produce el plan macabro de una sociedad medicalizada a través de la expansión de diagnósticos en serie y a medida de las necesidades de los grandes laboratorios. Uno de los mayores éxitos del neoliberalismo es haber instalado dos creencias generalizadas que responden sugestivamente a la alianza entre neurociencias e industrias farmacológicas: la de una supuesta normalidad psíquica que se debe alcanzar y que la vía para esa consecución es la medicalización.
Las neurociencias, funcionales al neoliberalismo, de manera autoritaria y lucrativa deciden qué es la salud y la enfermedad, miden la subjetividad, cuantifican la tristeza y definen que estar enamorado es bajar la serotonina a menos del 40 por ciento. La neurona está por todos lados y todas las actividades humanas son susceptibles de estar regidas por una lógica cerebral que hay que medir y medicalizar. Vemos claramente cómo el capital produce subjetividad y se apropia ya no sólo de la plusvalía sino de la verdad del sujeto.
La dimensión subjetiva, la singularidad de un síntoma no pueden localizarse en el sistema nervioso central o en un circuito neuronal que no anda bien. El sufrimiento no se refleja en imágenes de resonancias magnéticas y lo humano no se reduce a los términos de un cerebro ni a las conexiones neuronales. El sujeto del inconsciente es un efecto de los distintos discursos, y no es susceptible de reducirse a las categorías de un mundo uniforme ni cuadra con la razón normativizada, la lógica positivista o la evaluación meramente cuantitativa. El psicoanálisis produjo como novedad un cuerpo erógeno, afectado, que se satisface y cuyo sufrimiento no coincide con el circuito neuronal.
Del mismo modo que en la novela de Huxley, el neoliberalismo instala el ideal de felicidad a través del disciplinamiento, planteando una sociedad medicalizada, fundada en un supuesto funcionamiento normal y regimentado que homogeneiza.
La buena noticia es que la angustia, ese afecto tan humano e inevitable, resiste al medicamento y no se deja domesticar en un diagnóstico estigmatizante. La singularidad de la angustia impide que ningún “Soma” logre el objetivo colonizador de realizar una cultura identificada a la máquina, con un funcionamiento normal, adaptado al mundo del poder. En resumen, la angustia no engaña y en muchos casos permite despertarnos del sueño cientificista que propone la industria farmacéutica.



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