miércoles, 21 de mayo de 2014

En el camino al auto conocimiento y a la auto realización, debemos tener en cuenta que cada paso que damos, está en menor o mayor escala, sujeto a los Mitos de cada uno. Los Mitos sociales, son los que nos llevan a caminar por los senderos de la sociedad, a pertenecer, a ser "uno más", a vestirse a la moda, a escuchar la música del momento, a estar sujetos a la masa, y a seguir al rebaño. Habrá elementos de estos mitos sociales que tal vez nos sirvan, o tal vez no, y nuestra alma deberá darse cuenta y evitar quedar atrapada en esta caja contenedora de nuestra sociedad occidental, para ser uno más y no sentirnos tan enajenados del resto. 
Le siguen a nuestro bagaje, los Mitos familiares, en donde nuestro árbol presiona para que el linaje siga su curso, en donde "eso no se hace" o , "las mujeres deben casarse "o " todos los de esta familia son profesionales" y tanto más. 
Los Mitos familiares son aquellos propios de nuestro clan, en donde cada mujer u hombre cumplen con ciertos requisitos y deben encajar en un cierto molde y si osan ser distintos, la pasarán mal porque el clan es amigo de la repetición y enemigo de la innovación. 
Por último el obstáculo también lo ponen nuestro Mitos personales. Lo que yo pienso de mí mismo, me creo feo, no creativo, perdedor, vago, carente, fluctuante, depresivo, inútil. Esas creencias también determinan lo que sucede en el mundo exterior. 
Reconocer en nosotros mismos estos Mitos sociales, familiares y personales nos hacen seres conscientes, y nos permiten avanzar con los ojos bien abiertos. 
Te propongo analizarlos sin juzgar, amorosamente, rompiendo paradigmas cristalizados y fosilizados y liberándonos.




Le estamos dando la bienvenida al Sol en Géminis, signo mutable regido por el Dios de la Comunicación, Mercurio. Salimos de la Tierra Taurina, en donde reinó la seguridad, y la retención, y los placeres del cuerpo y el letargo, para sumirnos en un frenesí de ideas, encrucijadas y dualidades. 
El signo de los Gemelos tiene un tinte dual e indeciso ya que su curiosidad es ilimitada, quiere cubrir todo y a veces falla en la síntesis, en el foco y en el compromiso. ¿Arranco o no arranco?, ¿Me gusta o no me gusta?, ¿Voy o no voy?  Y como es un signo de aire, muchas veces las ideas quedan simplemente en el aire y no en el mundo real. 
La energía geminiana nos presentará con mucha comunicación, chats, conversaciones, negociaciones, viajes cortos, con un ritmo rápido, con poca profundidad por momentos, con impaciencia, con una mente ágil, curiosa, ávida de aprender, queriendo abarcar todo en poco tiempo. Podemos dispersarnos, comenzar a leer un libro y a los 5 minutos tomar otro, podemos prometer mucho y cumplir poco, súbitamente querer rejuvenecer, aligerarnos, reírnos y alivianar un poco la tierra taurina que se está yendo. 
Se activa el aprendiz, y el adaptarnos y acomodarnos, debido a la mutabilidad del signo. El chakra laríngeo estará desbordado, y también el sistema respiratorio, a cuidar las vías respiratorias, las cuerdas vocales y a no perder tanta energía hablando pero no diciendo nada. 
Hoy miércoles,  el día de Mercurio, y con su regente Mercurio en este momento en Géminis. También inicia con cuadratura a Neptuno lo que agrega más bruma a esa mente. Usémosla con ingenio y resignifiquemos nuestro intelecto. 
Con Luna en el signo acuático y sensible Piscis en su fase menguante, la energía mengua, la energía baja, las emociones, las mareas fluctuantes, la Lluvia, nos limpia pero nos debilita por momentos, necesitamos renovación e introspección pero nuestra mente nos obliga a seguir.
Y si , por hoy, por estos días, dejamos de ser la Super Mujer ¿y nos dejamos ayudar? 
Me lo digo, te lo digo. 


Saturno retrógrado en tránsito: 3 de marzo al 21 de julio de 2014


Ahora que tenemos en los cielos la oposición entre el Sol en Tauro y Saturno retrógrado en Escorpio, punto decisivo y medio del ciclo de Saturno retrógrado, os proponemos este audio explicativo de lo que significa este ciclo tan importante de la experiencia humana.

A partir de un texto de Erin Sullivan.

http://www.ivoox.com/saturno-retrogrado-transito-audios-mp3_rf_3102490_1.html

¿Cuál es tu pareja ideal según tu signo?




Es un tema común: todos hablamos de amor. ¿Y si nos ocupamos de las compatibilidades? Cada Signo, según su elemento, tiene ciertas características que se conectan mejor (o peor) con otros.
Podemos dividir a los Signos en los cuatro elementos que conforman el mundo material, representando cuatro formas en las que la energía se manifiesta, cuatro expresiones del todo, desde su forma más densa y pesada hasta la más inmaterial. Hay otras formas de energía, puesto que en el universo todo es energía, pero estas cuatro bastan para describir todo el amplio espectro de las manifestaciones físicas y psíquicas de los organismos. En Astrología, ellas se llaman triplicidades y son: el Fuego, la Tierra, el Agua y el Aire.

Las características de cada uno

Los Signos de Fuego: Aries-Leo-Sagitario 
Son líderes natos, vitales, activos, apasionados, impulsivos, confían en sí mismos, se hacen notar. Son, además, impetuosos, orgullosos, sinceros, optimistas y dominantes. En su aspecto negativo, pueden caer en el orgullo, la impaciencia, la vehemencia y -en ciertos casos- resultar algo violentos, destructivos o inclinados a los excesos.
Los Signos de Tierra: Tauro-Virgo-Capricornio 
Son constantes, prácticos, realistas y conservadores, cuidadosos en sus acciones, trabajadores,  tienden a proteger y conservar lo que consiguen con esfuerzo y esmero. Muy responsables, meditan cuidadosamente sus decisiones antes de llevarlas a cabo. Pueden tender al exceso de materialismo.
Los Signos de Aire: Géminis-Libra-Acuario
Son comunicadores, gustan de razonar, debatir, planificar, proyectar, independientemente de concretar o no sus objetivos, que muchas veces es lo que les cuesta. Analítico, el Aire enfría los sentimientos y tienen dificultad para demostrarlos. Valoran la compatibilidad intelectual y aman la libertad.
Los Signos de Agua: Cáncer-Escorpio-Piscis 
Son sensibles, emocionales, intuitivos, tienen inclinación a ser imaginativos y soñadores. Necesitan contención, les gusta proteger y ser protegidos pero no están cómodos con las  personas excesivamente dominantes. Muy sensibles a ser influenciados, tienden a retraerse y a ocultar sus sentimientos, muchas veces por temor o timidez.

¿Cómo se relacionan entre sí?
De acuerdo al elemento al que pertenecen cada uno de los Signos observemos cómo interactúan entre ellos. 
Fuego- Agua. No es una relación fácil, necesitan trabajar para entenderse. El ímpetu del Fuego, tiende a dañar los sentimientos del Agua, y a no entender su excesiva sensibilidad. El Agua apaga al Fuego y aunque el calor del vapor puede ser curativo y relajante, puede también quemar  asfixiar y llegar hasta la ebullición. 
Fuego- Aire. El Fuego le causa al Aire un efecto de inspiración y vitalidad que le encanta y lo hace siempre estar en constante actividad. Sin embargo, el Aire necesita mucha libertad y no le gusta  la posible dominación de Fuego. Así como el Fuego necesita del Aire para vivir, en esta relación arderá la llama de la pasión y del amor dejándoles muchas cosas buenas a los dos.
Fuego-Tierra. El Fuego calienta a la Tierra con llamas de pasión e intensidad, mientras que la Tierra ofrece al Fuego la disciplina necesaria que se traducirá en estabilidad. La Tierra, sin dudas, puede contener el fuego, pero cuando ruge el fuego, temporalmente puede robar a la tierra de sus vivificantes nutrientes. Habrá una atracción relativamente rápida pero serias diferencias pueden aparecer más tarde.
Tierra–Agua. La Tierra y el Agua son compatibles tal como sucede en la naturaleza. Los rasgos estables y confiables de la Tierra complementan los rasgos sensibles, intuitivos y emocionales de los signos de agua. 
Tierra-Aire. En función de su variabilidad, el aire puede proporcionar a la Tierra amor, calor… O darle un frío glacial. A veces puede ser una lucha denodada de la Tierra para que entre el Aire a ver el mundo tal como es -una hermosa realidad- más que un concepto a analizar.
Aire-Agua. No es una combinación favorable. El Aire y el Agua se combinan mal en la naturaleza  al formar destructivos desastres naturales como tornados, huracanes y tsunamis. Estos dos signos pueden estar juntos siempre y cuando sean capaces de no dejar que los conflictos se salgan de control.

Compartir el mismo elemento denota complementación entre dos personas. Y puede ser muy estimulante para ambos: la relación entre los mismos elementos hace que entre ellos se ayuden y vean el mundo de una manera semejante. Las mismas fortalezas y debilidades básicas están a menudo presentes en las relaciones en las que el Sol está presente en el mismo elemento y eso denota una cierta dinámica de monotonía.

Fuego-Fuego. Relación intensa y apasionada. Ambas personas se estimulan para desarrollar su individualidad, se dan empuje mutuamente, comparten actividades que les ayudan a expandirse.
Aire- Aire. Libertad absoluta, jamás caerán en el aburrimiento. Dos Signos de Aire pueden ser poco prácticos, aunque se encuentren entre sí intelectualmente estimulante. La relación se basa en la comunicación y en la confianza.
Tierra-Tierra. Una relación honesta, armónica y leal, tienden a apreciar su mutua necesidad de estabilidad y rutina.
Agua-Agua. Con otro signo de agua tienden a ser muy sensibles a las necesidades de cada uno, pero les resulta difícil cuando hay algo que trastorna sus emociones porque tienden a unirse tanto que a veces pierden sus propias identidades.

Si los Signos de la pareja son iguales, aunque tienen muchas cosas en común, muchas veces, con el tiempo, la falta de diferencias podría significar poco estímulo y desmotivación.
Si los Signos de las parejas son opuestos, la atracción inicial es fuerte, las diferencias generan pasión y, con el tiempo, desgaste. Sin embargo, habrá que respetarlas haciendo crecer afinidades para lograr la armonía.



Fuente: Patricia Kesselman 










"Nuestra vida se desperdicia en detalles.Simplifique, simplifique..." Henry David Thoreau
Ese final de la frase "Simplifique, simplifique...", me ha acompañado a lo largo de muchos años.
Y cada vez que la necesito viene en mi auxilio. Thoreau se fue a vivir a los bosques para vivir una vida de SENCILLEZ VOLUNTARIA, y eso es lo que quiero para mí, en la medida de mis posibilidades. Cuando me veo complicándome, me pregunto cómo des-complicarme (debiera existir ese verbo).
Las ciudades están hechas para simplificar nuestra vida, pero es un engaño: todo es complicado, engorroso, nos quita tiempo, nos consume.
La sabiduría pasa por muchos caminos, pero descansa cuando llega a la simplicidad.

Fuente: Pensamiento sensible.


Jeff Beck - Somewhere Over The Rainbow


Felisberto Hernández

Yo estaba destinado a encontrarme solo con una parte de las personas, y además por poco tiempo y como si yo fuera un viajero distraído que tampoco supiera donde iba...

martes, 20 de mayo de 2014

El Balcón de Felisberto Hernández

Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo un barrio se iba a un balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua; en ella habían instalado un hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste enseguida se hubiese apagado en el musgo.
El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y lo había invadido el silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.

Al final de uno de esos conciertos, vino a saludarme un anciano tímido. Debajo de sus ojos azules se veía la carne viva y enrojecida de sus párpados caídos; el labio inferior, muy grande y parecido a la baranda de un palco, daba vuelta alrededor de su boca entreabierta. De allí salía una voz apagada y palabras lentas; además, las iba separando con el aire quejoso de la respiración.

Después de un largo intervalo me dijo:

-Yo lamento que mi hija no pueda escuchar su música.

No sé por qué se me ocurrió que la hija se habría quedado ciega; y enseguida me di cuenta que una ciega podía oír, que más bien podía haberse quedado sorda, o no estar en la ciudad; y de pronto me detuve en la idea de que podría haberse muerto. Sin embargo aquella noche yo era feliz; en aquella ciudad todas las cosas eran lentas, sin ruido yo iba atravesando, con el anciano, penumbras de reflejos verdosos.

De pronto me incliné hacia él -como en el instante en que debía cuidar de algo muy delicado- y se me ocurrió preguntarle:

-¿Su hija no puede venir?

Él dijo «ah» con un golpe de voz corto y sorpresivo; detuvo el paso, me miró a la cara y por fin le salieron estas palabras:

-Eso, eso; ella no puede salir. Usted lo ha adivinado. Hay noches que no duerme pensando que al día siguiente tiene que salir. Al otro día se levanta temprano, apronta todo y le viene mucha agitación. Después se le va pasando. Y al final se sienta en un sillón y ya no puede salir.

La gente del concierto desapareció enseguida de las calles que rodeaban al teatro y nosotros entramos en el café. Él le hizo señas al mozo y le trajeron una bebida oscura en el vasito. Yo lo acompañaría nada más que unos instantes; tenía que ir a cenar a otra parte. Entonces le dije:

-Es una pena que ella no pueda salir. Todos necesitamos pasear y distraernos.

Él, después de haber puesto el vasito en aquel labio tan grande y que no alcanzó a mojarse, me explicó:

-Ella se distrae. Yo compré una casa vieja, demasiado grande para nosotros dos, pero se halla en buen estado. Tiene un jardín con una fuente; y la pieza de ella tiene, en una esquina, una puerta que da sobre un balcón de invierno; y ese balcón da a la calle; casi puede decirse que ella vive en el balcón. Algunas veces también pasea por el jardín y algunas noches toca el piano. Usted podrá venir a cenar a mi casa cuando quiera y le guardaré agradecimiento.

Comprendí enseguida; y entonces decidimos el día en que yo iría a cenar y a tocar el piano.

Él me vino a buscar al hotel una tarde en que el sol todavía estaba alto. Desde lejos, me mostró la esquina donde estaba colocado el balcón de invierno. Era en un primer piso. Se entraba por un gran portón que había al costado de la casa y que daba a un jardín con una fuente de estatuillas que se escondían entre los yuyos. El jardín estaba rodeado por un alto paredón; en la parte de arriba le habían puesto pedazos de vidrio pegados con mezcla. Se subía a la casa por una escalinata colocada delante de una galería desde donde se podía mirar al jardín a través de una vidriera. Me sorprendió ver, en el largo corredor, un gran número de sombrillas abiertas; eran de distintos colores y parecían grandes plantas de invernáculo. Enseguida el anciano me explicó:

-La mayor parte de estas sombrillas se las he regalado yo. A ella le gusta tenerlas abiertas para ver los colores. Cuando el tiempo está bueno elige una y da una vueltita por el jardín. En los días que hay viento no se puede abrir esta puerta porque las sombrillas se vuelan, tenemos que entrar por otro lado.

Fuimos caminando hasta un extremo del corredor por un techo que había entre la pared y las sombrillas. Llegamos a una puerta, el anciano tamborileó con los dedos en el vidrio y adentro respondió una voz apagada. El anciano me hizo entrar y enseguida vi a su hija de pie en medio del balcón de invierno; frente a nosotros y de espaldas a vidrios de colores. Sólo cuando nosotros habíamos cruzado la mitad del salón ella salió de su balcón y nos vino a alcanzar. Desde lejos ya venía levantando la mano y diciendo palabras de agradecimiento por mi visita. Contra la pared que recibía menos luz había recostado un pequeño piano abierto, su gran sonrisa amarillenta parecía ingenua.

Ella se disculpó por el hecho de no poder salir y señalando el balcón vacío, dijo:

-Él es mi único amigo.

Yo señalé al piano y le pregunté:

-Y ese inocente, ¿no es amigo suyo también?

Nos estábamos sentando en sillas que había a los pies de ella. Tuve tiempo de ver muchos cuadritos de flores pintadas colocadas todos a la misma altura y alrededor de las cuatro paredes como si formaron un friso. Ella había dejado abandonada en medio de su cara una sonrisa tan inocente como la del piano; pero su cabello rubio y desteñido y su cuerpo delgado también parecían haber sido abandonados desde mucho tiempo. Ya empezaba a explicar por qué el piano no era tan amigo suyo como el balcón, cuando el anciano salió casi en puntas de pie. Ella siguió diciendo:

-El piano era un gran amigo de mi madre.

Yo hice un movimiento como para ir a mirarlo; pero ella, levantando una mano y abriendo los ojos, me detuvo:

-Perdone, preferiría que probara el piano después de cenar, cuando haya luces encendidas. Me acostumbré desde muy niña a oír el piano nada más que por la noche. Era cuando lo tocaba mi madre. Ella encendía las cuatro velas de los candelabros y tocaba notas tan lentas y tan separadas en el silencio como si también fuera encendiendo, uno por uno, los sonidos.

Después se levantó y pidiéndome permiso se fue al balcón; al llegar a él le puso los brazos desnudos en los vidrios como si los recostara sobre el pecho de otra persona. Pero enseguida volvió y me dijo:

-Cuando veo pasar varias veces a un hombre por el vidrio rojo casi siempre resulta que él es violento o de mal carácter.

No pude dejar de preguntarle:

-Y yo ¿en qué vidrio caí?

-En el verde. Casi siempre les toca a las personas que viven solas en el campo.

-Casualmente a mí me gusta la soledad entre plantas -le contesté.

Se abrió la puerta por donde yo había entrado y apareció el anciano seguido por una sirvienta tan baja que yo no sabía si era niña o enana. Su cara roja aparecía encima de la mesita que ella misma traía en sus bracitos. El anciano me preguntó:

-¿Qué bebida prefiere?

Yo iba a decir «ninguna», pero pensé que se disgustaría y le pedí una cualquiera. A él le trajeron un vasito con la bebida oscura que yo le había visto tomar a la salida del concierto. Cuando ya era del todo la noche fuimos al comedor y pasamos por la galería de las sombrillas; ella cambió algunas de lugar y mientras yo se las elogiaba se le llenaba la cara de felicidad.

El comedor estaba en un nivel más bajo que la calle y a través de pequeñas ventanas enrejadas se veían los pies y las piernas de los que pasaban por la vereda. La luz, no bien salía de una pantalla verde, ya daba sobre un mantel blanco; allí se había reunido, como para una fiesta de recuerdos, los viejos objetos de la familia. Apenas nos sentamos, los tres nos quedamos callados un momento; entonces todas las cosas que había en la mesa parecían formas preciosas del silencio. Empezaron a entrar en el mantel nuestros pares de manos: ellas parecían habitantes naturales de la mesa. Yo no podía dejar de pensar en la vida de las manos. Haría muchos años, unas manos habían obligado a estos objetos de la mesa a tener una forma. Después de mucho andar ellos encontrarían colocación en algún aparador. Estos seres de la vajilla tendrían que servir a toda clase de manos. Cualquiera de ellas echaría los alimentos en las caras lisas y brillosas de los platos; obligarían a las jarras a llenar y a volcar sus caderas; y a los cubiertos, a hundirse en la carne, a deshacerla y a llevar los pedazos a la boca. Por último los seres de la vajilla eran bañados, secados y conducidos a sus pequeñas habitaciones. Algunos de estos seres podrían sobrevivir a muchas parejas de manos; algunas de ellas serían buenas con ellos, los amarían y los llenarían de recuerdos, pero ellos tendrían que seguir viviendo en silencio.

Hacía un rato, cuando nos hallábamos en la habitación de la hija de la casa y ella no había encendido la luz -quería aprovechar hasta el último momento el resplandor que venía de su balcón-, estuvimos hablando de los objetos. A medida que se iba la luz, ellos se acurrucaban en la sombra como si tuvieran plumas y se prepararan para dormir. Entonces ella dijo que los objetos adquirían alma a medida que entraban en relación con las personas. Algunos de ellos antes habían sido otros y habían tenido otra alma (algunos que ahora tenían patas, antes habían tenido ramas, las teclas habían sido colmillos), pero su balcón había tenido alma por primera vez cuando ella empezó a vivir en él.

De pronto apareció en la orilla del mantel la cara colorada de la enana. Aunque ella metía con decisión sus bracitos en la mesa para que las manitas tomaran las cosas, el anciano y su hija le acercaban los platos a la orilla de la mesa. Pero al ser tomados por la enana, los objetos de la mesa perdían dignidad. Además el anciano tenía una manera apresurada y humillante de agarrar el botellón por el pescuezo y doblegarlo hasta que le salía vino.

Al principio la conversación era difícil. Después apareció dando campanadas un gran reloj de pie; había estado marchando contra la pared situada detrás del anciano; pero yo me había olvidado de su presencia. Entonces empezamos a hablar. Ella me preguntó:

-¿Usted no siente cariño por las ropas viejas?

-¡Cómo no! Y de acuerdo a lo que usted dijo de los objetos, los trajes son los que han estado en más estrecha relación con nosotros -aquí yo me reí y ella se quedó seria-; y no me parecería imposible que guardaran de nosotros algo más que la forma obligada del cuerpo y alguna emanación de la piel.

Pero ella no me oía y había procurado interrumpirme como alguien que intenta entrar a saltar cuando están torneando la cuerda. Sin duda me había hecho la pregunta pensando en lo que respondería ella.

Por fin dijo:

-Yo compongo mis poesías después de estar acostada -ya, en la tarde, había hecho alusión a esas poesías- y tengo un camisón blanco que me acompaña desde mis primeros poemas. Algunas noches de verano voy con él al balcón. El año pasado le dediqué una poesía.

Había dejado de comer y no se le importaba que la enana metiera los bracitos en la mesa. Abrió los ojos como ante una visión y empezó a recitar:

-A mi camisón blanco.

Yo endurecía todo el cuerpo y al mismo tiempo atendía a las manos de la enana. Sus deditos, muy sólidos, iban arrollados hasta los objetos, y sólo a último momento se abrían para tomarlos.

Al principio yo me preocupaba por demostrar distintas maneras de atender; pero después me quedé haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza, que coincidía con la llegada del péndulo a uno de los lados del reloj. Esto me dio fastidio; y también me angustiaba el pensamiento de que pronto ella terminaría y yo no tenía preparado nada para decirle; además, al anciano le había quedado un poco de acelga en el borde del labio inferior y muy cerca de la comisura.

La poesía era cursi, pero parecía bien medida; con «camisón» no rimaba ninguna de las palabras que yo esperaba; le diría que el poema era fresco. Yo miraba al anciano y al hacerlo me había pasado la lengua por el labio inferior, pero él escuchaba a la hija. Ahora yo empezaba a sufrir porque el poema no terminaba. De pronto dijo «balcón» para rimar con «camisón», y ahí terminó el poema.

Después de las primeras palabras, yo me escuchaba con serenidad y daba a los demás la impresión de buscar algo que ya estaba a punto de encontrar:

-Me llama la atención -comencé- la calidad de adolescencia que le ha quedado en el poema. Es muy fresco y...

Cuando yo había empezado a decir «es muy fresco», ella también empezaba a decir:

-Hice otro...

Yo me sentí desgraciado; pensaba en mí con un egoísmo traicionero. Llegó la enana con otra fuente y me serví con desenfado una buena cantidad. No quedaba ningún prestigio: ni el de los objetos de la mesa, ni el de la poesía, ni el de la casa que tenía encima, con el corredor de las sombrillas, ni el de la hiedra que tapaba todo un lado de la casa. Para peor, yo me sentía separado de ellos y comía en forma canallesca; no había una vez que el anciano no manoteara el pescuezo del botellón que no encontrara mi copa vacía.

Cuando ella terminó el segundo poema, yo dije:

-Si esto no estuviera tan bueno -yo señalaba el plato- le pediría que me dijera otro.

Enseguida el anciano dijo:

-Primero ella debía comer. Después tendrá tiempo.

Yo empezaba a ponerme cínico, y en aquel momento no se me hubiera importado dejar que me creciera una gran barriga. Pero de pronto sentí como una necesidad de agarrarme del saco de aquel pobre viejo y tener para él un momento de generosidad. Entonces señalándole el vino le dije que hacía poco me habían hecho un cuento de un borracho. Se lo conté, y al terminar los dos empezaron a reírse desesperadamente; después yo seguí contando otros. La risa de ella era dolorosa; pero me pedía por favor que siguiera contando cuentos; la boca se le había estirado para los lados como un tajo impresionante; las «patas de gallo» se le habían quedado prendidas en los ojos llenos de lágrimas, y se apretaba las manos juntas entre las rodillas. El anciano tosía y había tenido que dejar el botellón antes de llenar la copa. La enana se reía haciendo como un saludo de medio cuerpo.

Milagrosamente todos habíamos quedado unidos y yo no tenía el menor remordimiento.

Esa noche no toqué el piano. Ellos me rogaron que me quedara, y me llevaron a un dormitorio que estaba al lado de la casa que tenía enredaderas de hiedra. Al comenzar a subir la escalera, me fijé que del reloj de pie salía un cordón que iba siguiendo a la escalera, en todas sus vueltas. Al llegar al dormitorio, el cordón entraba y terminaba atado en una de las pequeñas columnas del dosel de mi cama. Los muebles eran amarillos, antiguos, y la luz de una lámpara hacía brillar sus vientres. Yo puse mis manos en mi abdomen y miré el del anciano. Sus últimas palabras de aquella noche habían sido para recomendarme:

-Si usted se siente desvelado y quiere saber la hora, tire de este cordón. Desde aquí oirá el reloj del comedor; primero le dará las horas y, después de un intervalo, los minutos.

De pronto se empezó a reír, y se fue dándome las «buenas noches». Sin duda se acordaría de uno de los cuentos, el de un borracho que conversaba con un reloj.

Todavía el anciano hacía crujir la escalera de madera con sus pasos pesados, cuando yo ya me sentía solo con mi cuerpo. Él -mi cuerpo- había atraído hacia sí todas aquellas comidas y todo aquel alcohol como un animal tragando a otros; y ahora tendría que luchar con ellos toda la noche. Lo desnudé completamente y lo hice pasear descalzo por la habitación.

Enseguida de acostarme quise saber qué cosa estaba haciendo yo con mi vida en aquellos días; recibí de la memoria algunos acontecimientos de los días anteriores, y pensé en personas que estaban muy lejos de allí. Después empecé a deslizarme con tristeza y con cierta impudicia por algo que era como las tripas del silencio.

A la mañana siguiente hice un recorrido sonriente y casi feliz de las cosas de mi vida. Era muy temprano; me vestí lentamente y salí a un corredor que estaba a pocos metros sobre el jardín. De este lado también había yuyos altos y árboles espesos. Oí conversar al anciano y a su hija, y descubrí que estaban sentados en un banco colocado bajo mis pies. Entendí primero lo que decía ella:

-Ahora Úrsula sufre más; no sólo quiere menos al marido, sino que quiere más al otro.

El anciano preguntó:

-¿Y no puede divorciarse?

-No; porque ella quiere a los hijos, y los hijos quieren al marido y no quieren al otro.

Entonces el anciano dijo con mucha timidez:

-Ella podría decir a los hijos que el marido tiene varias amantes.

La hija se levantó enojada:

-¡Siempre el mismo, tú! ¡Cuándo comprenderás a Úrsula! ¡Ella es incapaz de hacer eso!

Yo me quedé muy intrigado. La enana no podía ser -se llamaba Tamarinda-. Ellos vivían, según me había dicho el anciano, completamente solos. ¿Y esas noticias? ¿Las habrían recibido en la noche? Después del enojo, ella había ido al comedor y al rato salió al jardín bajo una sombrilla color salmón con volados de gasas blancas. A mediodía no vino a la mesa. El anciano y yo comimos poco y tomamos poco vino. Después yo salí para comprar un libro a propósito para ser leído en una casa abandonada entre los yuyos, en una noche muda y después de haber comido y bebido en abundancia.

Cuando iba de vuelta, pasó frente al balcón, un poco antes que yo, un pobre negro viejo y rengo, con un sombrero verde de alas tan anchas como las que usan los mejicanos.

Se veía una mancha blanca de carne, apoyada en el vidrio verde del balcón.

Esa noche, apenas nos sentamos a la mesa, yo empecé a hacer cuentos, y ella no recitó.

Las carcajadas que soltábamos el anciano y yo nos servían para ir acomodando cantidades brutales de comida y de vinos.

Hubo un momento en que nos quedamos silenciosos. Después, la hija nos dijo:

-Esta noche quiero oír música. Yo iré antes a mi habitación y encenderé las velas del piano. Hace ya mucho tiempo que no se encienden. El piano, ese pobre amigo de mamá, creerá que es ella quien lo irá a tocar.

Ni el anciano ni yo hablamos una palabra más. Al rato vino Tamarinda a decirnos que la señorita nos esperaba.

Cuando fui a hacer el primer acorde, el silencio parecía un animal pesado que hubiera levantado una pata. Después del primer acorde salieron sonidos que empezaron a oscilar como la luz de las velas. Hice otro acorde como si adelantara otro paso. Y a los pocos instantes, y antes que yo tocara otro acorde más, estalló una cuerda. Ella dio un grito. El anciano y yo nos paramos; él fue hacia su hija, que se había tapado los ojos, y la empezó a calmar diciéndole que las cuerdas estaban viejas y llenas de herrumbre. Pero ella seguía sin sacarse las manos de los ojos y haciendo movimientos negativos con la cabeza. Yo no sabía qué hacer; nunca se me había reventado una cuerda. Pedí permiso para ir a mi cuarto, y al pasar por el corredor tenía miedo de pisar una sombrilla.

A la mañana siguiente llegué tarde a la cita del anciano y la hija en el banco del jardín, pero alcancé a oír que la hija decía:

-El enamorado de Úrsula trajo puesto un gran sombrero verde de alas anchísimas.

Yo no podía pensar que fuera aquel negro viejo y rengo que había visto pasar en la tarde anterior; ni podía pensar en quién traería esas noticias por la noche.

Al mediodía, volvimos a almorzar el anciano y yo solos. Entonces aproveché para decirle:

-Es muy linda la vista desde el corredor. Hoy no me quedé más porque ustedes hablaban de una Úrsula, y yo temía ser indiscreto.

El anciano había dejado de comer, y me había preguntado en voz alta:

-¿Usted oyó?

Vi el camino fácil para la confidencia, y le contesté:

-Sí, oí todo, ¡pero no me explico cómo Úrsula puede encontrar buen mozo a ese negro viejo y rengo que ayer llevaba el sombrero verde de alas tan anchas!

-¡Ah! -dijo el anciano-, usted no ha entendido. Desde que mi hija era casi una niña me obligaba a escuchar y a que yo interviniera en la vida de personajes que ella inventaba. Y siempre hemos seguido sus destinos como si realmente existieran y recibiéramos noticias de sus vidas. Ellas les atribuye hechos y vestimentas que percibe desde el balcón. Si ayer vio pasar a un hombre de sombrero verde, no se extrañe que hoy se lo haya puesto a uno de sus personajes. Yo soy torpe para seguirle esos inventos, y ella se enoja conmigo. ¿Por qué no la ayuda usted? Si quiere yo...

No lo dejé terminar:

-De ninguna manera, señor. Yo inventaría cosas que le harían mucho daño.

A la noche ella tampoco vino a la mesa. El anciano y yo comimos, bebimos y conversamos hasta muy tarde de la noche.

Después que me acosté sentí crujir una madera que no era de los muebles. Por fin comprendí que alguien subía la escalera. Y a los pocos instantes llamaron suavemente a mi puerta. Pregunté quién era, y la voz de la hija me respondió:

-Soy yo; quiero conversar con usted.

Encendí la lámpara, abrí una rendija de la puerta y ella me dijo:

-Es inútil que tenga la puerta entornada; yo veo por la rendija del espejo, y el espejo lo refleja a usted desnudito detrás de la puerta.

Cerré enseguida y le dije que esperara. Cuando le indiqué que podía entrar, abrió la puerta de entrada y se dirigió a otra que había en mi habitación y que yo nunca pude abrir. Ella la abrió con la mayor facilidad y entró a tientas en la oscuridad de otra habitación que yo no conocía. Al momento salió de allí con una silla que colocó al lado de mi cama. Se abrió una capa azul que traía puesta y sacó un cuaderno de versos. Mientras ella leía yo hacía un esfuerzo inmenso para no dormirme; quería levantar los párpados y no podía; en vez, daba vuelta para arriba los ojos y debía parecer un moribundo. De pronto ella dio un grito como cuando se reventó la cuerda del piano; y yo salté de la cama. En medio del piso había una araña grandísima. En el momento que yo la vi ya no caminaba, había crispado tres de sus patas peludas, como si fuera a saltar. Después yo le tiré los zapatos sin poder acertarle. Me levanté, pero ella me dijo que no me acercara, que esa araña saltaba. Yo tomé la lámpara, fui dando la vuelta a la habitación cerca de las paredes hasta llegar al lavatorio, y desde allí le tiré con el jabón, con la tapa de la jabonera, con el cepillo, y sólo acerté cuando le tiré con la jabonera. La araña arrolló las patas y quedó hecha un pequeño ovillo de lana oscura. La hija del anciano me pidió que no le dijera nada al padre porque él se oponía a que ella trabajara o leyera hasta tan tarde. Después que ella se fue, reventé la araña con el taco del zapato y me acosté sin apagar la luz. Cuando estaba por dormirme, arrollé sin querer los dedos de los pies; esto me hizo pensar en que la araña estaba allí, y volví a dar un salto.

A la mañana siguiente vino el anciano a pedirme disculpas por la araña. Su hija se lo había contado todo. Yo le dije al anciano que nada de aquello tenía la menor importancia, y para cambiar de conversación le hablé de un concierto que pensaba dar por esos días en una localidad vecina. Él creyó que eso era un pretexto para irme, y tuve que prometerle volver después del concierto.

Cuando me fui, no pude evitar que la hija me besara una mano; yo no sabía qué hacer. El anciano y yo nos abrazamos, y de pronto sentí que él me besaba cerca de una oreja.

No alcancé a dar el concierto. Recibí a los pocos días un llamado telefónico del anciano. Después de las primeras palabras, me dijo:

-Es necesaria su presencia aquí.

-¿Ha ocurrido algo grave?

-Puede decirse que una verdadera desgracia.

-¿A su hija?

-No.

-¿A Tamarinda?

-Tampoco. No se lo puedo decir ahora. Si puede postergar el concierto venga en el tren de las cuatro y nos encontraremos en el Café del Teatro.

 -¿Pero su hija está bien?

-Está en la cama. No tiene nada, pero no quiere levantarse ni ver la luz del día; vive nada más que con la luz artificial, y ha mandado cerrar todas las sombrillas.

-Bueno. Hasta luego.

En el Café del Teatro había mucho barullo, y fuimos a otro lado. El anciano estaba deprimido, pero tomó enseguida las esperanzas que yo le tendía. Le trajeron la bebida oscura en el vasito, y me dijo:

-Anteayer había tormenta, y a la tardecita nosotros estábamos en el comedor. Sentimos un estruendo, y enseguida nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi hija corrió para su cuarto y yo fui detrás. Cuando yo llegué ella ya había abierto las puertas que dan al balcón, y se había encontrado nada más que con el cielo y la luz de la tormenta. Se tapó los ojos y se desvaneció.

-¿Así que le hizo mal esa luz?

-¡Pero, mi amigo! ¿Usted no ha entendido?

-¿Qué?

-¡Hemos perdido el balcón! ¡El balcón se cayó! ¡Aquella no era la luz del balcón!

-Pero un balcón...

Más bien me callé la boca. Él me encargó que no le dijera a la hija ni una palabra del balcón. Y yo, ¿qué haría? El pobre anciano tenía confianza en mí. Pensé en las orgías que vivimos juntos. Entonces decidí esperar blandamente a que se me ocurriera algo cuando estuviera con ella.

Era angustioso ver el corredor sin sombrillas.

Esa noche comimos y bebimos poco. Después fui con el anciano hasta la cama de la hija y enseguida él salió de la habitación. Ella no había dicho ni una palabra, pero apenas se fue el anciano miró hacia la puerta que daba al vacío y me dijo:

-¿Vio cómo se nos fue?

-¡Pero, señorita! Un balcón que se cae...

-Él no se cayó. Él se tiró.

-Bueno, pero...

-No sólo yo lo quería a él; yo estoy segura de que él también me quería a mí; él me lo había demostrado.

Yo bajé la cabeza. Me sentía complicado en un acto de responsabilidad para el cual no estaba preparado. Ella había empezado a volcarme su alma y yo no sabía cómo recibirla ni qué hacer con ella.

Ahora la pobre muchacha estaba diciendo:

-Yo tuve la culpa de todo. Él se puso celoso la noche que yo fui a su habitación.

-¿Quién?

-¿Y quién va a ser? El balcón, mi balcón.

-Pero, señorita, usted piensa demasiado en eso. Él ya estaba viejo. Hay cosas que caen por su propio peso.

Ella no me escuchaba, y seguía diciendo:

-Esa misma noche comprendí el aviso y la amenaza.

-Pero escuche, ¿cómo es posible que?...

-¿No se acuerda quién me amenazó?... ¿Quién me miraba fijo tanto rato y levantando aquellas tres patas peludas?

-¡Oh!, tiene razón. ¡La araña!

-Todo eso es muy suyo.

Ella levantó los párpados. Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la cama en camisón. Iba hacia la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se tiraría al vacío. Hice un ademán para agarrarla; pero ella estaba en camisón. Mientras yo quedé indeciso, ella había definido su ruta. Se dirigía a una mesita que estaba al lado de la puerta que daba hacia al vacío. Antes que llegara a la mesita, vi el cuaderno de hule negro de los versos.

Entonces ella se sentó en una silla, abrió el cuaderno y empezó a recitar:

-La viuda del balcón...

Martes 20 de mayo

La luna está en Acuario en sextil a Urano (su padrino) , el que busca la verdad y Venus, quien nos ayuda a encontrar las profundidades de las experiencias amorosas.
Andamos en búsqueda de nuestra verdad, Júpiter en quincuncio , nos dice que profundicemos y podremos ver con claridad la verdadera importancia de lo que nos pasa en la vida.
Saturno en Escorpio nos da pistas para que indaguemos hacia atrás siete o catorce años.
Marte, desde hoy con plena actividad, se puso directo, nos da la voluntad para accionar en este camino.

El Pranayama o meditación diaria nos acerca día a día a lo que necesitamos ver en toda su magnitud. Esa es nuestra verdad.

Fuente: Silvia P. Martín






Felisberto Hernández

"Hay pensamientos que se esconden en el silencio, que no llegan a ser palabras, aunque realicen actos escondidos. Pero hay sentimientos que en el silencio se esconden detrás de pensamientos engañosos. En el silencio en que se forman los sentimientos y los pensamientos, se forma el estilo de la vida y de la obra de un ser humano."





Jesse & Joy