—Que no doy más. Hasta acá llego —, le dijo ella a él, mientras se secaba las lágrimas que le habían corrido el maquillaje y algo de su pintura del alma.
No podía ya manifestarse a su gusto, había perdido la cordura, la racionalidad pura.
El no lograba entender nada de esto. Ni su poesía ni sus manuscritos en idiomas perdidos.
Nunca se había sentido tan sola ella, ni tan solo él... eran dos soledades invadiéndose los espacios ya no libres.
El le tendió tímidamente su mano: —Deja de llorar, por favor—, le suplicó casi en un suspiro... no lograba sostenerla ni con los brazos abiertos ya.
Ella retrajo, hacia sí misma, su mano blanca y ajada por la lejía y las virutas de metal... por los enseres domésticos y rutinarios.
Ambos tenían algo en común que excedía sus soledades: el miedo a lo desconocido... el temor a dejar de ser uno, el horror a desdoblarse...
No podía ya manifestarse a su gusto, había perdido la cordura, la racionalidad pura.
El no lograba entender nada de esto. Ni su poesía ni sus manuscritos en idiomas perdidos.
Nunca se había sentido tan sola ella, ni tan solo él... eran dos soledades invadiéndose los espacios ya no libres.
El le tendió tímidamente su mano: —Deja de llorar, por favor—, le suplicó casi en un suspiro... no lograba sostenerla ni con los brazos abiertos ya.
Ella retrajo, hacia sí misma, su mano blanca y ajada por la lejía y las virutas de metal... por los enseres domésticos y rutinarios.
Ambos tenían algo en común que excedía sus soledades: el miedo a lo desconocido... el temor a dejar de ser uno, el horror a desdoblarse...
Lola Mora