Se encontraron por primera vez aunque se conocían desde hacía tiempo. En esa tarde lenta para ambos, los minutos parecían haberse congelado en los relojes y la gente parecía cruzarse casi flotando, como en un augurio predestinado a la celebración que se había hecho desear en el tiempo.
El encuentro fue así, ambos se detuvieron a la distancia, sonrieron, temblaron, se opacaron por los altavoces del aeropuerto, por las imágenes barridas de los viajantes y se animaron a moverse, lentamente primero, casi con desesperación después. Fue el comienzo de todo, el big bang de sus vidas actuales, el comienzo de una era que aún no estaba denominada, de unas sonrisas con lágrimas y un abrazo con besos que era la imagen invertida en el espejo de las despedidas.
Más tarde entraron al apartamento, no alcanzaban las palabras, por lo tanto el silencio era más importante. Era tan dulce y pasional estar juntos, tan exento de aquel deseo traicionero y lejano, tan certero y tan verdadero ahora, que en los diccionarios la palabra duda aún no figuraba.
A ciencia cierta, ni este humilde narrador sabe cuantas horas transcurrieron desde el encuentro hasta el hecho de ser náufragos en la cama, aferrados a sus cuerpos desnudos, sintiendo sus olores, sus pieles y sus misterios, a salvo de esa razón cotidiana, de esas obvias obligaciones impuestas, como si ya estuvieran navegando en la luna, en el mar de la tranquilidad, en el medio de la nada que era el todo de todo. El principio del deseo, la afirmación del amor. De J.M.