En el año 2000, justo pasados algunos segundos de nacido el segundo milenio, ese que se anunciaba con el fin del mundo cibenético, él decidió no hablar más. Sellar su boca y no emitir palabra.
De entrada supuso que se trataría de un desafío que duraría apenas unos días, como cuando se trata de dejar el cigarrillo y sin embargo la maligna tentación logra de uno el regreso. Pero nuestro héroe pudo ser testigo de su silencio sin penas, sin esfuerzo y sin reclamos, aunque los pocos que lo habituaban exigían de él la vuelta a un mundo que él ya consideraba perdido.
Así pasó el primer año y su oficio de la letra escrita garantizó su silencio, si a eso le sumamos su decisoria condición de hombre solo, no había motivos para hablar sino mantenerse callado hasta cuando compraba sus alimentos y sus vicios.
Nuestro hombre no era de salir demasiado ni le interesaba las cuestiones sociales a las que siempre sintió con alergia, no era amigo de las reuniones ni de las muchedumbres, sólo una vez por semana se reunía con su mejor amigo a librar severas partidas de ajedrez, y que yo sepa, para ello era fundamental mantener la boca bien cerrada. Lo mismo para el sexo, el cine o la literatura, tres de las tantas pasiones de nuestro silencioso amigo.
Pasaron más de diez años, y desde aquella noche de artificios y brindis comprometidos, no articuló ninguna palabra, ni balbuceó sonido alguno ni siquiera sucumbió cuando la urgencia lo arrinconaba o la mera necesidad lo hostigaba.
Hasta que la conoció una noche, salvándola de un ataque callejero. Caminaron hasta su casa, ella aún temblando pero respetando el silencio que él propiciaba. El escribió en su pizarra algunos datos de su existencia, y ella en pocas palabras le contó toda su vida.
Durante casi dos meses la observó llegar a su casa, en silencio, puntual y siempre sola. Y como había tomado aquella decisión de medianoche y fin de año, este atardecer de invierno tomaría otra. Cruzaría la calle para encontrarse con ella, la miraría a los ojos y rompería su pacto de una década con tan sólo dos palabras. Dos palabras que tendrían el peso de más de diez años de silencio.
De Juan Marin.