Si no hay palabra, no es que haya silencio.
Tal vez haya silencio cuando uno pueda hablarse.
Hoy me hablé. Un diálogo imperdible.
Una maratón de horas hablándome en silencio.
Algún escritor había dicho que la palabra escrita había sido intervenida por un virus al ser transformada en oral. Algo sucedía cuando se hablaba y no se escribía, algo del orden del malentendido permanente, algo efímero y poco demostrable, las palabras se las llevaba el viento, decían algunos, aunque muchos aseguraran que existían más probabilidades que la oralidad haya nacido antes que la escritura.
De entrada supuse que se trataría de un desafío que duraría apenas unos días, como cuando se trata de dejar el cigarrillo y sin embargo la maligna tentación logra de uno el regreso a ese vicio pernicioso. Pero casi sin esfuerzo pude ser mi propio testigo de un silencio sin penas y sin reclamos, aunque los pocos que me habituaban me exigieran la vuelta a un mundo que yo ya consideraba perdido. No era de salir demasiado ni me interesaba las cuestiones sociales a las que siempre viví con alergia, no era amigo de las reuniones ni de las muchedumbres, sólo una vez por semana me reunía con mi mejor amigo a librar severas partidas de ajedrez, y que yo sepa, para ello era fundamental mantener la boca bien cerrada, lo mismo para el sexo, el cine o la literatura. Así pasó el primer año y mi oficio de la letra escrita garantizó el silencio, si a eso le sumamos mi condición de hombre solo, no había motivos para hablar sino para mantenerse callado.
Algún tiempo antes de decidir guardar silencio, había recibido el libro con un poema por ella escrito, y ella, al despedirse, me había dejado una carta que jamás volví a leer. En ella aseguraba amarme, estaba escrito, no dicho. Las palabras escritas tenían el poder de la evocación, de un dulce convencimiento, de cerciorarse de una verdad certificada por el lenguaje que atraviesa un sentimiento. Por eso guardé la carta justo en la página de sus palabras impresas en el libro y jamás volví a abrirlo.
Cuando decidí no emitir palabra, la boca se me secó a fuerza de silencios, evitaba el exterior para que no me confundieran con un mudo, escribía y escuchaba, el otro sentido me sobraba. Cuando necesitaba hacer entender lo que quería, lo hacía escribiendo en mi pizarra portátil, abandoné el dictado de mis clases, dejé de hablar solo, de insultar por lo bajo, de cantar cuando estaba ebrio, de contarme historias cuando estaba colocado, de susurrar en voz baja frases que, hasta ese momento, sólo me habían servido para seducir con encantos la ausencia que hoy era cuerpo y alma.
Sí, hoy. Hoy sigo guardando silencio, como en un duelo que no sé cuándo terminará, no hablo, no articulo palabra, solo pienso y escribo, solo siento y percibo. Leo la palabra escrita, adoro los libros que son fieles compañía, escucho los pianos y violines amados, las voces que me traspasan, miro con mis modos de ver, las vida me atraviesa como en una película sin final. Porque no hay the end, hay un fundido a negro a esperar. Porque solamente el deseo realizado me hará nuevamente hablar. Porque de seguro tengo reservadas dos palabras que pronunciar, y sólo para el momento en que nos volvamos a encontrar.
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