Cuando la descubrí tuve que contar hasta diez, como los romanos. Ella estaba allí, reverenciándome, sujeta de los brazos, cruzando sus largas piernas, provocándome infantilmente en puntas de pié, con el temor y el respeto de una esclava, volcando su cabeza avergonzada de mirarme a los ojos. Había sometimiento y sumisión, como en una sierva medieval, obligada al silencio y a obedecer las órdenes, a cumplir los deseos de su amo por más descabellados y patéticos que fueran. Si, había en ella una resignación asumida, un mandato del cual no apartarse, un reglamento a respetar sin tener el derecho a cuestionar.
Le resultaba imposible repensarse como creadora de la vida, como protagonista de la aventura pasional, como complemento eterno, sea cual fuere el rol que cumpliere, de un sexo diferente al suyo.
Necesitaba que alguien desatara sus nudos, que le inculcara una pose más desprolija pero elocuente, que la acercara hacia el precipicio, le hiciera observar el vacío y la empujara hacia el abismo de la vida.
Necesitaba de un hombre que lejos de apiadarse, la pronunciara representando la suma de los dos sonidos, siendo ella la vigésimo quinta letra y la vigésima consonante del alfabeto español, siendo a su vez femenina y plural.
Necesitaba de un hombre que le otorgara con amor su libertad para que corriera gozosa a ocupar el lugar de la A.
De J. Marin.
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