En aquella ciudad ninguna casa tenía ventanas. Las habitaciones eran cubos negros. ¡No se conocía la luz! La atmósfera contaminada formaba un escudo impenetrable a los rayos del sol. Los habitantes de ese mundo no tenían nariz. Sintiéndose felices, habitaban en la sombra, sólo preocupados de trabajar para llenarse la panza y satisfacer sus deseos sexuales. Un buen día apareció un anciano que gritaba: “¡Vendo lámparas y narices!” Un ciudadano que por ahí pasaba se sintió atraído por el brillo de los ojos del extranjero que relumbraban en el negro como dos luciérnagas. Compró una lámpara y se puso una nariz. Regresó a su cubículo. Apenas cerró la puerta, un insoportable olor se le metió por las fosas nasales para zaherir su cerebro. Encendió la lámpara. Lo que él creía una pieza hermosa, limpia, tranquila, era un nido de arañas, basura, alimentos podridos, muebles apolillados, capas de grasa, excrementos y ratas apestosas. ¡No pudo permanecer en ese asqueroso lugar! Recorrió las calles hasta encontrar al viejo. Le espetó: “¡Brujo desgraciado! ¿Que hizo con mi elegante mansión? Antes yo vivía bien, como todo el mundo, pero apenas me puse su nariz y prendí la lámpara, esos dos objetos cambiaron mi mundo. ¿Por qué tanta maldad?” El vendedor respondió: “¡Tu mundo no fue cambiado, es así! Antes no te dabas cuenta y creías estar bien en un sitio podrido que tarde o temprano te hubiera destruido. Cuando se adquieren nuevos órganos y se hace la luz, sufrimos porque nos vemos como realmente somos y no como imaginamos ser. Ahora que ya sabes cuál es tu realidad debes abrir ventanas, matar parásitos, limpiar paredes, desinfectar el lugar y serás feliz. ¡Entonces dale la lámpara y la nariz a otro ciudadano, hasta que la ciudad, limpia, se desprenda de su caparazón venenoso y entre, por fin, la luz del sol.
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