" Era un pusilánime. Hasta se sintió vulgar, despreciable, porque apenas la espiaba de reojo, como un voyeurista adolescente que miraba calzones en los tendederos y se masturbaba imaginándose los contenidos. Cerró los ojos con fuerza, y terminó el cigarrillo fastidiado consigo mismo, nervioso y ya casi convencido de que la batalla estaba perdida. Pero, ¿por qué? Si él tenía el sexo hecho un monumento al acero de doble aleación, y sabía muy bien cómo manejar a semejante muchacha, y la colocaría así, y le besaría aquí, y la acariciaría allá, y otro poquito así, y ay, a medida que se imaginaba todo, y la veía desnuda, encandilado por el brillo incomparable (seguro, debía ser así) de su sexo profundo, negro, vertical y jugoso como durazno de estación, a medida que fantaseaba se turbaba más pero también se dolía porque empezaba a pensar, a darse cuenta de que esos pechos magníficos, esa piel oscura y brillosa y como bañada en aceite de coco, esas piernas monumentales como obeliscos paralelos, no serían para él. Le empezó a doler la cabeza. Cerró los ojos y se dijo que lo mejor era dormirse. Llegarían a Nueva York al amanecer. "
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