lunes, 28 de octubre de 2013

El entenado de Juan José Saer

De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo. Más de una vez me sentí 
diminuto bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos como hormigas en el centro de 
un desierto. Y si ahora que soy un viejo paso mis días en las ciudades, es porque en ellas la 
vida es horizontal, porque las ciudades disimulan el cielo. Allá, de noche, en cambio, 
dormíamos, a la intemperie, casi aplastados por las estrellas. Estaban como al alcance de la 
mano y eran grandes, innumerables, sin mucha negrura entre una y otra, casi 
chisporroteantes, como si el cielo hubiese sido la pared acribillada de un volcán en 
actividad que dejase entrever por sus orificios la incandescencia interna.



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