Cuando terminé de leer ese poema de Borges, El Amenazado, me quedé petrificado, observando la noche fría y unánime a través del ventanal de mi sala. Luego me acerqué lentamente, encendiendo mi cigarrillo y llevándome el libro al pecho.
Me duele, sí señor, me duele y lo aguanto, en libertad, sin forzar nada, sólo resistiendo los embates del fin del día, acompañando a mi amante solitaria, deslizando preguntas incontestables y conjeturas de caprichosas fantasías.
Podría ser Madrid, París o Buenos Aires, pero ella será siempre ella y la estaré esperando. Sólo recuerdo una mañana neblinosa y fría, muy fría, como esta noche. Caminé después de mi café, indeciso, aturdido, en la búsqueda de algo que nunca se encuentra al buscarlo. Caminé esa mañana, necesitaba saberla, respirarla, soportar su silencio y su sarcástica sonrisa. No habría reclamos ni penitencias, ni miradas preguntonas ni enojos explosivos. Solamente necesitaba saber de su existencia y asegurarme que ella supiera de la mía. Ni siquiera mi bufanda de lana ni mi gabardina hasta el cuello podían cobijarme de esa brisa helada, que calaba mis sentimientos sin misericordia, dejándome a expensas de recuerdos crudos, de momentos inolvidables. Así y todo, en esa suerte de desvarío, en ese laberinto de puertas falsas y cuerpos en ausencia, yo avanzaba en la nostalgia, como si fuera una infusión que tuviera que tomarse fría.
Crucé el puente de Vallecas, o el cementerio de Pére Lechaise o alguna que otra callecita de San Telmo y llegué lenta y pausadamente hasta su sombra, pero lejos de dejarme atrapar por tan insistente perturbación sentí una inconmensurable paz. Me detuve en la calle adoquinada, incliné la cabeza, apenas sonreí y miré hacia su apartamento, aguardando vaya a saber qué cosa. Sólo esperé. Como se espera lo que jamás volverá a suceder. O lo que tal vez, suceda de nuevo.
De: Juan Marin.
Me duele, sí señor, me duele y lo aguanto, en libertad, sin forzar nada, sólo resistiendo los embates del fin del día, acompañando a mi amante solitaria, deslizando preguntas incontestables y conjeturas de caprichosas fantasías.
Podría ser Madrid, París o Buenos Aires, pero ella será siempre ella y la estaré esperando. Sólo recuerdo una mañana neblinosa y fría, muy fría, como esta noche. Caminé después de mi café, indeciso, aturdido, en la búsqueda de algo que nunca se encuentra al buscarlo. Caminé esa mañana, necesitaba saberla, respirarla, soportar su silencio y su sarcástica sonrisa. No habría reclamos ni penitencias, ni miradas preguntonas ni enojos explosivos. Solamente necesitaba saber de su existencia y asegurarme que ella supiera de la mía. Ni siquiera mi bufanda de lana ni mi gabardina hasta el cuello podían cobijarme de esa brisa helada, que calaba mis sentimientos sin misericordia, dejándome a expensas de recuerdos crudos, de momentos inolvidables. Así y todo, en esa suerte de desvarío, en ese laberinto de puertas falsas y cuerpos en ausencia, yo avanzaba en la nostalgia, como si fuera una infusión que tuviera que tomarse fría.
Crucé el puente de Vallecas, o el cementerio de Pére Lechaise o alguna que otra callecita de San Telmo y llegué lenta y pausadamente hasta su sombra, pero lejos de dejarme atrapar por tan insistente perturbación sentí una inconmensurable paz. Me detuve en la calle adoquinada, incliné la cabeza, apenas sonreí y miré hacia su apartamento, aguardando vaya a saber qué cosa. Sólo esperé. Como se espera lo que jamás volverá a suceder. O lo que tal vez, suceda de nuevo.
De: Juan Marin.
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