Estar maduros a veces significa más duros. Cuando aparecen los miedos y perdemos la espontaneidad, cuando ya nada nos sorprende, cuando no nos pintaríamos las uñas una de cada color y cuando jamás gritaríamos un te amo en la calle por verguenza, estamos más duros. Cuando leer el diario y tomar un mate, sólo uno por la acidez, toman más importancia que salir al balcón a mirar al sol y a oler los malvones, estoy más duro. Cuando empiezo a medir lo que gasto, a medir lo que digo, a retener los te quiero, a retener la carcajada salvaje, cuando dejo de reirme de los chistes del Bazooka, cuando dejo de usar crayones y sólo uso la birome negra, sin colores, birome que jamás escribirá poesías sino números y los gastos de las expensas, llego más durez, o madurez. Cuando comer un caramelo pintalenguas es inpensado, cuando jugar al metegol con los dedos y un pedacito de papel es para tontos, cuando prefiero aislarme para llorar para no ser débil, cuando debo tapar mis heridas y ser fuerte, y tragarme los gritos de miedo en una noche de pesadillas para mostrar mi "adultez", empieza la lenta decadencia. El camino de no retorno, el acartonamiento que lleva a una vida estructurada, más dura y con grises. Cuando sólo una pastilla puede calmar mi angustia existencial, y visito más médicos que cines y parques, cuando el "no me pasa nada" es mi frase más usada, cuando los niños jugando me irritan, y las parejas besándose en la plaza me disgustan, cuando escucho más policiales que música, cuando el banco, el supermercado y la clínica son los lugares que más visito, cuando uso más negro y menos arcoiris, cuando ya ni el vuelo de una mariposa puede hacerme estremecer, estoy anestesiado. En ese estado de miedo, me cierro al amor, tapo al corazón con papel aluminio, lo anulo y lo extirpo metafísicamente. Vuelvo a mis rutinas, a mi reloj, a mi sillón, a mi botiquín lleno de frasquitos y mi café descafeinado y pienso que eso es la vida. Me duele aquí y me duele allá y temo morirme, tal vez porque no me dí cuenta que ya estoy muerto. Hasta que tal vez, en algún momento, sienta cosquilleos en la espalda, tal vez, esas alas que jamás dejé salir, pugnen por nacer. Tal vez, sólo tal vez, pueda verlas y dejarlas ser. Y tal vez ese sillón se transforme en una butaca de avión para recorrer el mundo, y esos frasquitos de botiquín se transformen en perfumes, tal vez mis gafas culo de botella se transformen en los estrafalarios lentes de Johnny Tolengo y me pueda soltar el pelo y oler las rosas. Tal vez ,todo dependa de mí.
lunes, 8 de septiembre de 2014
Estar maduros a veces significa más duros. Cuando aparecen los miedos y perdemos la espontaneidad, cuando ya nada nos sorprende, cuando no nos pintaríamos las uñas una de cada color y cuando jamás gritaríamos un te amo en la calle por verguenza, estamos más duros. Cuando leer el diario y tomar un mate, sólo uno por la acidez, toman más importancia que salir al balcón a mirar al sol y a oler los malvones, estoy más duro. Cuando empiezo a medir lo que gasto, a medir lo que digo, a retener los te quiero, a retener la carcajada salvaje, cuando dejo de reirme de los chistes del Bazooka, cuando dejo de usar crayones y sólo uso la birome negra, sin colores, birome que jamás escribirá poesías sino números y los gastos de las expensas, llego más durez, o madurez. Cuando comer un caramelo pintalenguas es inpensado, cuando jugar al metegol con los dedos y un pedacito de papel es para tontos, cuando prefiero aislarme para llorar para no ser débil, cuando debo tapar mis heridas y ser fuerte, y tragarme los gritos de miedo en una noche de pesadillas para mostrar mi "adultez", empieza la lenta decadencia. El camino de no retorno, el acartonamiento que lleva a una vida estructurada, más dura y con grises. Cuando sólo una pastilla puede calmar mi angustia existencial, y visito más médicos que cines y parques, cuando el "no me pasa nada" es mi frase más usada, cuando los niños jugando me irritan, y las parejas besándose en la plaza me disgustan, cuando escucho más policiales que música, cuando el banco, el supermercado y la clínica son los lugares que más visito, cuando uso más negro y menos arcoiris, cuando ya ni el vuelo de una mariposa puede hacerme estremecer, estoy anestesiado. En ese estado de miedo, me cierro al amor, tapo al corazón con papel aluminio, lo anulo y lo extirpo metafísicamente. Vuelvo a mis rutinas, a mi reloj, a mi sillón, a mi botiquín lleno de frasquitos y mi café descafeinado y pienso que eso es la vida. Me duele aquí y me duele allá y temo morirme, tal vez porque no me dí cuenta que ya estoy muerto. Hasta que tal vez, en algún momento, sienta cosquilleos en la espalda, tal vez, esas alas que jamás dejé salir, pugnen por nacer. Tal vez, sólo tal vez, pueda verlas y dejarlas ser. Y tal vez ese sillón se transforme en una butaca de avión para recorrer el mundo, y esos frasquitos de botiquín se transformen en perfumes, tal vez mis gafas culo de botella se transformen en los estrafalarios lentes de Johnny Tolengo y me pueda soltar el pelo y oler las rosas. Tal vez ,todo dependa de mí.
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