¿Quién de entre nosotros no ha sentido ese impulso? ¿Quién no ha deslizado una palabra que al otro “le resulte iluminadora” de aquello que creemos (o sabemos) que no se da cuenta? ¿Quién no ha dejado un libro como al descuido para que esa persona encuentre en él lo que “le transformará la vida”?
Hemos sugerido, indicado, subrayado vehementemente lo que habría de serle conveniente... Hemos regalado libros, enviado mails inspiradores, recomendado películas... Hemos tenido gestos simbólicos y concretos, argumentos enfáticos y balbuceantes, diálogos estériles y frustrantes soliloquios... para que el otro, -por su bien, siempre por su bien-, Hemos rodeado con paciente persistencia su castillo con el fin de que alce sus puentes, disperse a sus cocodrilos y deje ingresar nuestra palabra justa, nuestra interpretación de lo que le sucede, aquello que provocará el gran “clic” que amplíe su conciencia... Pero muchas (demasiadas) veces... simplemente no funciona.
Y hoy no estoy hablando de quien manipula al otro para la propia conveniencia, con malicia (aunque a veces creemos no estar manipulando... y sí lo estamos haciendo, pero quisiera dejar ese punto de lado). Pongamos el mejor escenario posible: hablo de aquella situación en la que una persona a la que amamos (o al menos apreciamos en alguna medida) está limitada en su conciencia de sí, no se ve, no advierte su propio potencial no desplegado, o no reconoce su autoengaño... y nosotros, desde afuera, la vemos con claridad (o al menos eso suponemos!). Entonces nos desesperamos para que esa persona tenga la misma visión que nosotros podemos tener, y pueda cambiar. Imaginemos que estuviéramos en lo cierto: que lo que vemos no fuese proyectivo, una distorsión, una interpretación, sino algo veraz que, si el otro pudiera advertir, le aliviaría dolor, o le permitiría una expansión personal que no le será posible hasta que vea. Qué doloroso es! Cuánto desencuentro!
Quiero decir esto (por propia experiencia, de la que guardo cuantiosas cicatrices!): si la más antigua metáfora de la transformación íntima es la de darse a luz a sí mismo, cuando de ese proceso se trata el parto interior no puede ser inducido por la intención de nadie que no sea el mismo “parturiento”. Esperar su tiempo puede ser penoso, claro! Es difícil aguardar los procesos del ser amado hasta que pueda. Inclusive más penoso si es que no llega a poder: ver de cuánto sería capaz y que, sin embargo, desde adentro... no puja. Sin embargo, como me dijo alguien muy valioso hace poquito, con sus palabras: Nadie salva a nadie. Si hubieses tenido que resolver su vida sin duda que Dios te habría hecho nacer en ... pero naciste en el tuyo.
Hay un proverbio africano que siempre me gusta citar cuando hablamos de este tema: “Se puede llevar el buey al río, mas no se le puede obligar a beber”. Podemos hablar, sugerir, expresar... pero lo cierto es que para que alguien se despliegue, cambie, se transforme, es él mismo quien tiene que pujar. (Y muchas veces veremos que nuestra buena intención, sin querer, nos hace ser intrusivos, entrometidos en las elecciones del otro... o tremendamente errados en nuestra manera de interpretar su realidad!).
Hay algo que veo con claridad en mí: cuando me doy cuenta de que hay algo de mí que quiero desplegar, cambiar, transformar, el trabajo de parto no es menor por el solo hecho de tener la firme decisión para ese cambio: requerirá constancia, esfuerzo, paciencia... Entonces: si a mí, si a cada uno de nosotros que sínos dimos cuenta de que algo interno necesita ser transformado, y sí queremos cambiarlo, de todos modos nos cuesta llevar a cabo ese proceso, ¿cómo habría de cambiar quien no tiene ninguna intención de hacerlo? Querer que cambie “ya” es como querer hacer madurar una fruta junto al fuego...
Esta situación se da muchas veces en los vínculos amorosos: alguien se enamora de otro porque tiene el talento para ver lo que ese otro podría llegar a ser en el caso de que se fuera desplegando. Y asume, entonces, como tarea de amor, el ser algo así como el jardinero de esos talentos dormidos, de ese “darse cuenta” que “aún no se dio”. Entonces riega con persistencia, quita las hierbas, cuida de las heladas... Pero si el otro no abre su semilla desde adentro... no habrá jardinería que valga! Así, ese pobre jardinero queda vinculándose con un potencial: alguien que podría ser... pero que no es (y hasta resulta factible que nunca llegue a serlo!)
Queriendo que el otro quiera, a veces lastimamos con nuestra torpeza. Y a veces nos hacemos daño a nosotros mismos. Darnos cuenta de esta trampa es comenzar a salir de ella.
Pero, -aunque más infrecuentemente-, a veces sucede algo diferente: tenemos la gracia de que un vínculo (en cualquier ámbito) funcione como una verdadera alianza (de allí el nombre del anillo nupcial); una alianza en base a la cual cada uno sea el partero de lo mejor del otro, iluminándose recíprocamente. Esa es la mayor bendición. La menos usual, la que podría desear para cada uno de nosotros...
Un gran poeta español nos habla de todo esto así:
"Perdóname por ir así,
buscándote tan torpemente, dentro de ti.
Perdóname el dolor alguna vez.
Es que quiero sacar de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo.
Ese que está allí, silencioso,
oculto en ti, preso de ti,
intentando decir lo que tú no sabes.
El que quiere romper las frases
que atan sus alas,
para que tú lo oigas y yo lo sienta.
El que inventó el silencio lleno de aromas
y llegó a mí, me rozó y descubrió tu existencia.
Perdóname el dolor alguna vez.
Quiero rescatar de ti tu mejor tú.
Y subirlo desde tu fondo a la cima de mi montaña
donde su calor derrita la nieve del ocaso
y su luz diáfana llene todos mis espacios,
vacíos y prohibidos.
Creando y recreando ese universo paralelo
maravilloso, que nos habita,
nos posee, nos tortura y nos duele.
Estoy sacando de ti tu mejor tú.
Perdóname el dolor."
Virginia Gawel
Hemos sugerido, indicado, subrayado vehementemente lo que habría de serle conveniente... Hemos regalado libros, enviado mails inspiradores, recomendado películas... Hemos tenido gestos simbólicos y concretos, argumentos enfáticos y balbuceantes, diálogos estériles y frustrantes soliloquios... para que el otro, -por su bien, siempre por su bien-, Hemos rodeado con paciente persistencia su castillo con el fin de que alce sus puentes, disperse a sus cocodrilos y deje ingresar nuestra palabra justa, nuestra interpretación de lo que le sucede, aquello que provocará el gran “clic” que amplíe su conciencia... Pero muchas (demasiadas) veces... simplemente no funciona.
Y hoy no estoy hablando de quien manipula al otro para la propia conveniencia, con malicia (aunque a veces creemos no estar manipulando... y sí lo estamos haciendo, pero quisiera dejar ese punto de lado). Pongamos el mejor escenario posible: hablo de aquella situación en la que una persona a la que amamos (o al menos apreciamos en alguna medida) está limitada en su conciencia de sí, no se ve, no advierte su propio potencial no desplegado, o no reconoce su autoengaño... y nosotros, desde afuera, la vemos con claridad (o al menos eso suponemos!). Entonces nos desesperamos para que esa persona tenga la misma visión que nosotros podemos tener, y pueda cambiar. Imaginemos que estuviéramos en lo cierto: que lo que vemos no fuese proyectivo, una distorsión, una interpretación, sino algo veraz que, si el otro pudiera advertir, le aliviaría dolor, o le permitiría una expansión personal que no le será posible hasta que vea. Qué doloroso es! Cuánto desencuentro!
Quiero decir esto (por propia experiencia, de la que guardo cuantiosas cicatrices!): si la más antigua metáfora de la transformación íntima es la de darse a luz a sí mismo, cuando de ese proceso se trata el parto interior no puede ser inducido por la intención de nadie que no sea el mismo “parturiento”. Esperar su tiempo puede ser penoso, claro! Es difícil aguardar los procesos del ser amado hasta que pueda. Inclusive más penoso si es que no llega a poder: ver de cuánto sería capaz y que, sin embargo, desde adentro... no puja. Sin embargo, como me dijo alguien muy valioso hace poquito, con sus palabras: Nadie salva a nadie. Si hubieses tenido que resolver su vida sin duda que Dios te habría hecho nacer en ... pero naciste en el tuyo.
Hay un proverbio africano que siempre me gusta citar cuando hablamos de este tema: “Se puede llevar el buey al río, mas no se le puede obligar a beber”. Podemos hablar, sugerir, expresar... pero lo cierto es que para que alguien se despliegue, cambie, se transforme, es él mismo quien tiene que pujar. (Y muchas veces veremos que nuestra buena intención, sin querer, nos hace ser intrusivos, entrometidos en las elecciones del otro... o tremendamente errados en nuestra manera de interpretar su realidad!).
Hay algo que veo con claridad en mí: cuando me doy cuenta de que hay algo de mí que quiero desplegar, cambiar, transformar, el trabajo de parto no es menor por el solo hecho de tener la firme decisión para ese cambio: requerirá constancia, esfuerzo, paciencia... Entonces: si a mí, si a cada uno de nosotros que sínos dimos cuenta de que algo interno necesita ser transformado, y sí queremos cambiarlo, de todos modos nos cuesta llevar a cabo ese proceso, ¿cómo habría de cambiar quien no tiene ninguna intención de hacerlo? Querer que cambie “ya” es como querer hacer madurar una fruta junto al fuego...
Esta situación se da muchas veces en los vínculos amorosos: alguien se enamora de otro porque tiene el talento para ver lo que ese otro podría llegar a ser en el caso de que se fuera desplegando. Y asume, entonces, como tarea de amor, el ser algo así como el jardinero de esos talentos dormidos, de ese “darse cuenta” que “aún no se dio”. Entonces riega con persistencia, quita las hierbas, cuida de las heladas... Pero si el otro no abre su semilla desde adentro... no habrá jardinería que valga! Así, ese pobre jardinero queda vinculándose con un potencial: alguien que podría ser... pero que no es (y hasta resulta factible que nunca llegue a serlo!)
Queriendo que el otro quiera, a veces lastimamos con nuestra torpeza. Y a veces nos hacemos daño a nosotros mismos. Darnos cuenta de esta trampa es comenzar a salir de ella.
Pero, -aunque más infrecuentemente-, a veces sucede algo diferente: tenemos la gracia de que un vínculo (en cualquier ámbito) funcione como una verdadera alianza (de allí el nombre del anillo nupcial); una alianza en base a la cual cada uno sea el partero de lo mejor del otro, iluminándose recíprocamente. Esa es la mayor bendición. La menos usual, la que podría desear para cada uno de nosotros...
Un gran poeta español nos habla de todo esto así:
"Perdóname por ir así,
buscándote tan torpemente, dentro de ti.
Perdóname el dolor alguna vez.
Es que quiero sacar de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo.
Ese que está allí, silencioso,
oculto en ti, preso de ti,
intentando decir lo que tú no sabes.
El que quiere romper las frases
que atan sus alas,
para que tú lo oigas y yo lo sienta.
El que inventó el silencio lleno de aromas
y llegó a mí, me rozó y descubrió tu existencia.
Perdóname el dolor alguna vez.
Quiero rescatar de ti tu mejor tú.
Y subirlo desde tu fondo a la cima de mi montaña
donde su calor derrita la nieve del ocaso
y su luz diáfana llene todos mis espacios,
vacíos y prohibidos.
Creando y recreando ese universo paralelo
maravilloso, que nos habita,
nos posee, nos tortura y nos duele.
Estoy sacando de ti tu mejor tú.
Perdóname el dolor."
Virginia Gawel
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