martes, 6 de octubre de 2015

Jaime Sabines



Entresuelo 

Un ropero, un espejo, una silla, 
ninguna estrella, mi cuarto, una ventana, 
la noche como siempre, y yo sin hambre, 
con un chicle y un sueño, una esperanza. 
Hay muchos hombres fuera, en todas partes, 
y más allá la niebla, la mañana. 
Hay árboles helados, tierra seca, 
peces fijos idénticos al agua, 
nidos durmiendo bajo tibias palomas. 
Aquí, no hay mujer. Me falta. 
Mi corazón desde hace días quiere hincarse 
bajo alguna caricia, una palabra. 
Es áspera la noche. Contra muros, la sombra 
lenta como los muertos, se arrastra. 
Esa mujer y yo estuvimos pegados con agua. 
Su piel sobre mis huesos 
y mis ojos dentro de su mirada. 
Nos hemos muerto muchas veces 
al pie del alba. 
Recuerdo que recuerdo su nombre, 
sus labios, su transparente falda. 
Tiene los pechos dulces, y de un lugar 
a otro de su cuerpo hay una gran distancia: 
de pezón a pezón cien labios y una hora, 
de pupila a pupila un corazón, dos lágrimas. 
Yo la quiero hasta el fondo de todos los abismos, 
hasta el último vuelo de la última ala, 
cuando la carne toda no sea carne, ni el alma 
sea alma. 
Es preciso querer. Yo ya lo sé. La quiero. 
¡Es tan dura, tan tibia, tan clara! 
Esta noche me falta. 
Sube un violín desde la calle hasta mi cama. 
Ayer miré dos niños que ante un escaparate 
de maniquíes desnudos se peinaban. 
El silbato del tren me preocupó tres años, 
hoy sé que es una máquina. 
Ningún adiós mejor que el de todos los días 
a cada cosa, en cada instante, alta 
la sangre iluminada. 

Desamparada sangre, noche blanda, 
tabaco del insomnio, triste cama. 

Yo me voy a otra parte. 
Y me llevo mi mano, que tanto escribe y habla.


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