lunes, 18 de julio de 2016

Destino

Cuenta una leyenda que, cuando el Sol y la Luna fueron creados, se amaban con una pasión sin medida. Intensamente. Eran dos amantes libres, el ardiente fuego dorado de uno sobre la fría calidez plateada del otro.
Un día el gran Dios decidió que había que separar el Sol para iluminar el cielo de día y la Luna para alumbrarla de noche. Sus corazones y almas, parecieron partirse en dos. Estaban condenados a permanecer separados, por siempre. Tratando de alcanzarse y nunca lográndolo, en una danza infinita  y dolorosa.
El Sol trató de ser fuerte, de fingir estar bien, y lo consiguió, destellando su brillo en el firmamento,
La Luna, sin embargo, no podía soportar la tristeza de estar sin su amado, y melancólicamente aparecía en el cielo.
El gran Dios, compadeciéndose de ella, le obsequió millones de estrellas, pequeños cuerpecitos de luz que trataban de acompañarla, de consolarla. Pero la Luna añoraba el fulgor ardiente del Sol, su piel cálida y dorada, y la fría palidez de las estrellas la afligía aún más.
Sola, condenada a permanecer en su búsqueda, sin nunca volver a alcanzarlo, pero el gran Dios volvió a compadecerse ellos. Y decidió concederles unos instantes de felicidad, con los que habrían de sobrevivir por siempre. Así aparecieron los eclipses. 
Cuando la Luna se esconde, el Sol se cubre de su nívea piel. Y pueden vivir de nuevo, libres, amados, felices hasta un nuevo encuentro, pocas veces, al año. 




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