viernes, 7 de octubre de 2016

Mario Benedetti

De pronto ella dijo: “Por favor, no me acribille con esas miradas de expectativa.” “No tengo otras”, contesté, como un idiota. “Usted quiere saber mi respuesta”, agregó, “y mi respuesta es otra pregunta.” “Pregunte”, dije. “¿Qué quiere decir eso de que usted está enamorado de mí?” Nunca se me había ocurrido que esa pregunta existiera, pero ahí estaba, a mi alcance. “Por favor, Avellaneda, no me haga parecer más ridículo aún. ¿Quiere que le especifique, como un adolescente, en qué consiste estar enamorado?” “No de ningún modo.” “¿Y entonces?” En realidad, yo me estaba haciendo el artista; en el fondo bien sabía qué era lo que ella estaba tratando de decirme. “Bueno”, dijo, “usted no quiere parecer ridículo, pero en cambio no tiene inconveniente en que yo lo parezca. Usted sabe lo que quiero decirle. Estar enamorado puede significar, sobre todo en la jerga masculina, muchas cosas diferentes.” “Tiene razón. Entonces póngale la mejor de esas muchas cosas. A eso me refería ayer, cuando se lo dije.” No era un diálogo de amor, qué esperanza. El ritmo oral parecía corresponder a una conversación entre comerciantes, o entre profesores, o entre políticos, o entre cualesquiera poseederoes de contención y equilibrio. […] “¿Comprende entonces?”, pregunté, sin esperar respuesta. “Mi pretensión, aparte de la muy explicable de sentirme feliz o lo más aproximado a eso, es tratar de que usted también lo sea. Y eso es difícil. Usted tiene todas las condiciones para concurrir a mi felicidad, pero yo tengo muy pocas para concurrir a la suya. Y no crea que me estoy mandando la parte. En otra posición (quiero decir, más bien, en otras edades) lo más correcto sería que yo le ofreciese un noviazgo serio, muy serio, quizá demasiado serio, con una clara perspectiva de casamiento al alcance de la mano. Pero si yo ahora le ofreciese algo semejante, calculo que sería muy egoísta, porque sólo pensaría en mí, y lo que yo más quiero ahora no es pensar en mí sino pensar en usted.[…] Quiero que quede a salvo mi honestidad al decirle que ni ahora ni dentro de unos meses, podré juntar fuerzas como para hablar de matrimonio. Pero -siempre hay un pero- ¿de qué hablar entonces? Yo sé que, por más que usted entienda esto, es difícil, sin embargo, que admita otro planteo. Porque es evidente que existe otro planteo. En ese otro planteo hay cabida para el amor, pero no la hay en cambio para el matrimonio.” Levantó los ojos, pero no interrogaba. Es probable que sólo haya querido ver mi cara al decir eso. Pero, a esa altura, yo ya estaba decidido a no detenerme. “A ese otro planteo, la imaginación popular, que suele ser pobre en denominaciones, lo llama una Aventura o un Programa, y es bastante lógico que usted se asuste un poco. A decir verdad, yo también estoy asustado, nada más que porque tengo miedo de que usted crea que le estoy proponiendo una aventura. Tal vez no me apartaría ni un milímetro de mi centro de sinceridad, si le dijera que lo que estoy buscando denodadamente es un acuerdo, una especie de convenio entre mi amor y su libertad. Ya sé, ya sé. Usted está pensando que la realidad es precisamente la inversa; que lo que yo estoy buscando es justamente su amor y mi libertad. Tiene todo el derecho de pensarlo, pero reconozca que a mi vez tengo todo el derecho de jugármelo todo a una sola carta. Y esa sola carta es la confianza que usted pueda tener en mí.” […] La sonrisa le formaba una especia de rayitos junto a las comisuras de los labios. “Usted me gusta”, dijo.






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