domingo, 29 de octubre de 2017

Zama

Zama refleja la condición humana desde una postura existencialista; dicho de una manera beckettiana: la inevitabilidad de la existencia. De ahí que Saer la denomina "novela de la espera". Los espero mañana en el taller literario para profundizar este concepto.

AÑO 1790
1
Salí de la ciudad, ribera abajo, al
encuentro solitario del barco que
aguardaba, sin saber cuándo vendría.
Llegué hasta el muelle viejo, esa
construcción inexplicable, puesto que la
ciudad y su puerto siempre estuvieron
dónde están, un cuarto de legua arriba.
Entreverada entre sus palos, se
manea la porción de agua del río que
entre ellos recae.
Con su pequeña ola y sus remolinos,
sin salida, iba y venía, con precisión, un
mono muerto, todavía completo y no
descompuesto. El agua, ante el bosque,
fue siempre una invitación al viaje, que
el no hizo hasta no ser mono, sino
cadáver de mono. El agua quería
llevárselo y lo llevaba, pero se le
enredó entre los palos del muelle
decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y
ahí estábamos.
Ahí estábamos, por irnos y no.
Con ser tan mansa, cuidábame de la
naturaleza de esta tierra, porque es
infantil y capaz de arrobarme y en la
lasitud semidespierta me ponía
repentinos pensamientos traicioneros, de
esos que no dan conformidad ni, por
tiempos, sosiego. Hacía que me diese
conmigo en cosas exteriores, en las que,
si a ello me resignaba, podía
reconocerme.
Esos temas quedaban sólo para mí,
excluidos de la conversación con el
gobernador y con todos, por mi escasa o
nula facilidad para hacer amigos íntimos
con quienes explayarme. Debía llevar la
espera —y el desabrimiento— en
soliloquio, sin comunicarlo. Como me lo
decía ese a veces insolente Ventura
Prieto, que se me arrimó aquella tarde,
por cierto que no buscándome, sino
yendo al azar. Consideraba que en esta
tierra llana, yo parecía estar en un pozo.
Me lo dijo una vez y más de una, lo dijo
a otros, descuidándose de lo que todos
sabían: que fui gallo de riña o al menos
dueño de reñidero.
Apareció precisamente cuando me
entretenía el mono y se lo enseñe, para
distraerlo y atajar que me preguntara qué
esperaba ahí. Y él, Ventura Prieto, que
era inferior a mí, caviló un momento,
como sí buscara el medio de
apabullarme en materia de curiosidades
y descubrimientos. Luego me refirió una
de esas que él llamaba investigaciones y
yo ignoro si lo eran pero que, por
sospechosas de insinuar comparación,
me desconcertaban, dejándome
repercusiones que podían superar lo
sufrible.
Dijo que hay un pez en ese mismo
río, que las aguas no quieren y él, el pez,
debe pasar la vida, toda la vida, como el
mono, en vaivén dentro de ellas; pero de
un modo más penoso, porque está vivo y
tiene que luchar constantemente con el
flujo líquido que quiere arrojarlo a
tierra. Dijo Ventura Prieto que estos
sufridos peces, tan apegados al elemento
que los repele, quizás apegados a pesar
de sí mismos, tienen que emplear casi
íntegramente sus energías en la
conquista de la permanencia y aunque
siempre están en peligro de ser
arrojados del seno del río, tanto que
nunca se les encuentra en la parte central
del cauce, sino en los bordes, alcanzan
larga vida, mayor que la normal entre
los otros peces. Sólo sucumben, dijo
también, cuando su empeño les exige
demasiado y no pueden procurarse
alimento.
Yo había seguido con viciada
curiosidad esta historia que no creí. Al
considerarla, recelaba de pensar en el
pez y en mí a un mismo tiempo. Por eso
invité a Ventura Prieto a que
regresáramos y retuve mis opiniones.
Procuré ocupar la cabeza en el
motivo de mi caminata, en el hecho de
que yo esperaba un barco, y si un barco
entraba, en él podría llegar algún
mensaje de Marta y de los niños, aunque
ella y ellos no vinieran, ni nunca
hubiesen de venir.



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