“Examínenlo atentamente para que sepan reconocerlo, si algún día, viajando por África cruzan el desierto. Si por casualidad pasan por allí, no se apresuren, se los ruego, y deténganse un poco, precisamente bajo la estrella. Si un niño llega hasta ustedes, si este niño ríe y tiene cabellos de oro y nunca responde a sus preguntas, adivinarán en seguida quién es. ¡Sean amables con él! Y comuníquenme rápidamente que ha regresado. ¡No me dejen tan triste!”
El Principito
Una de las más grandes exploraciones, a su entender, era viajar a África del Norte. Esta aventura la venía entretejiendo desde el verano pasado. Había trabajado duro durante todo el invierno. Disponía de 21 días para andar por aquellas tierras misteriosas. Y sin apuro, regresar a casa. Es que Antonio siempre fue inquieto y desde sus 18 años optó por conocer lugares exóticos.
Pasó un vuelo tedioso hasta llegar a uno de los continentes más extensos del planeta. La ansiedad no le había permitido dormir ni siquiera 3 horas seguidas, apenas entró al hotel se dio un baño, ceno y se preparó para el día siguiente. La primera excursión era ir al Desierto del Sahara. Pasar la noche allí y volver antes que baje el sol.
A las 10 en punto estaba desayunando. Minutos después vino el guía a buscarlo. Eran 5 los audaces viajeros esperando con ojos de niños vivenciar el sendero de la arena.
El viento los recibió de manera leve mientras que una fila de dromedarios aguardaban sentados. Mirarlos daba ternura y ganas de tocarle las pestañas. Empezaron a caminar de manera pausada y lineal.
El guía comenzó a explicar:
El desierto tiene aproximadamente 250.000 km cuadrados. Hacia el Occidente existen tribus nómadas que habitan hace miles de años.
Las horas fueron pasando. Después de recorrer tramos y tramos de montañas de arena, Antonio vio como si fuesen un grupo de escarabajos a las jaimas armadas con telas de colores. Estaban rodeadas por estrellas que al igual que zafiros brillaban en el cielo. Allí cenarían. Las mesas fueron cubiertas con mantas colmadas de arabescos y varios recipientes con verduras, arroz, salsas, especies y sopa. Había música en vivo. Resonaban los tambores coronando un fogón que les dio la bienvenida.
Emocionado por todo lo vivido, los viajeros, luego de varias horas se fueron a dormir. Antonio prefirió contemplar las estrellas las que brillaban como zafiro. El silencio abrazó las dunas de una manera perfecta y sublime. Todo era mágico. La vida lo bendecía. Respiró hondo mientras las lágrimas humedecieron, suavemente, las mejillas. Un sueño se estaba cumpliendo. De repente y de la nada, como un murmullo, escuchó una voz que lo saludó. Miró de un lado y del otro, sorprendido. Detrás de los tambores iluminados por la luna, vio la sombra de un hombrecito con cabellos de oro y bufanda amarilla. Sonrió y le dijo: Gracias por visitarme, viajero de corazón puro.
Carol C.
El Principito
Una de las más grandes exploraciones, a su entender, era viajar a África del Norte. Esta aventura la venía entretejiendo desde el verano pasado. Había trabajado duro durante todo el invierno. Disponía de 21 días para andar por aquellas tierras misteriosas. Y sin apuro, regresar a casa. Es que Antonio siempre fue inquieto y desde sus 18 años optó por conocer lugares exóticos.
Pasó un vuelo tedioso hasta llegar a uno de los continentes más extensos del planeta. La ansiedad no le había permitido dormir ni siquiera 3 horas seguidas, apenas entró al hotel se dio un baño, ceno y se preparó para el día siguiente. La primera excursión era ir al Desierto del Sahara. Pasar la noche allí y volver antes que baje el sol.
A las 10 en punto estaba desayunando. Minutos después vino el guía a buscarlo. Eran 5 los audaces viajeros esperando con ojos de niños vivenciar el sendero de la arena.
El viento los recibió de manera leve mientras que una fila de dromedarios aguardaban sentados. Mirarlos daba ternura y ganas de tocarle las pestañas. Empezaron a caminar de manera pausada y lineal.
El guía comenzó a explicar:
El desierto tiene aproximadamente 250.000 km cuadrados. Hacia el Occidente existen tribus nómadas que habitan hace miles de años.
Las horas fueron pasando. Después de recorrer tramos y tramos de montañas de arena, Antonio vio como si fuesen un grupo de escarabajos a las jaimas armadas con telas de colores. Estaban rodeadas por estrellas que al igual que zafiros brillaban en el cielo. Allí cenarían. Las mesas fueron cubiertas con mantas colmadas de arabescos y varios recipientes con verduras, arroz, salsas, especies y sopa. Había música en vivo. Resonaban los tambores coronando un fogón que les dio la bienvenida.
Emocionado por todo lo vivido, los viajeros, luego de varias horas se fueron a dormir. Antonio prefirió contemplar las estrellas las que brillaban como zafiro. El silencio abrazó las dunas de una manera perfecta y sublime. Todo era mágico. La vida lo bendecía. Respiró hondo mientras las lágrimas humedecieron, suavemente, las mejillas. Un sueño se estaba cumpliendo. De repente y de la nada, como un murmullo, escuchó una voz que lo saludó. Miró de un lado y del otro, sorprendido. Detrás de los tambores iluminados por la luna, vio la sombra de un hombrecito con cabellos de oro y bufanda amarilla. Sonrió y le dijo: Gracias por visitarme, viajero de corazón puro.
Carol C.
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