Hoy al subir al colectivo, apoyé mi sube en la máquina y miré hacia atrás para ver si había algún asiento vacío. Algo tan común como cotidiano, solo que esta vez me topé con un palo alto, similar al de una escoba, lo sostenía un hombre. De ambos costados, este palo, tenía bolsitas. Dentro había copos de azúcar color rosa. Bien rosa. Estaban prolijamente atados y hasta parecían tener nombre y apellido. Me senté detrás de ellos, los miré uno a uno y comencé a pensar cómo fueron creados. Y me acordé de cuando era chica. El señor de los pompones dulces, tiraba un poco de azúcar blanca y tomaba una varilla finita de madera y con una mirada desinteresa hacia girarlo dentro de una especie de olla grande sin tapa. Los granos saltaban hasta convertirse en hilos finos. Parecían telas de arañas o pelos blancos o luego de unos segundos, ovillos de lana. Recuerdo que el hombre movía las manos en forma de círculo y la pompa, mágicamente, se volvía cada vez más grande. Y más. Y más. Hubo veces que llegó a tener forma de nube. Llevarla en la mano me hacía sentir en el cielo.
Hoy que los vi en el colectivo me dieron ganas de comprar una, pero no para pegotearme los dedos como cuando era chica, sino para ponerlo en el florero que decora la mesa de la cocina.
Carol C.
Hoy que los vi en el colectivo me dieron ganas de comprar una, pero no para pegotearme los dedos como cuando era chica, sino para ponerlo en el florero que decora la mesa de la cocina.
Carol C.
No hay comentarios:
Publicar un comentario