Hay amores inefables, excelsos, y tan incomprendidos por ser espirituales que se niegan a desaparecer, algunos; otros perduran en la inmortalidad del tiempo. Quizá con el transcurso de los años el dolor, cuyas alas abrazan las heridas, sea más soportable, mas no se van del todo porque echan raíces en el alma difíciles de arrancar. Desde luego, me refiero únicamente al increíble sentimiento que despertaste en mí la noche en que ambos vagábamos como dos ciegos nocturnales en busca de la luz… Dos trozos de cielo sin estrellas. Dos, sólo dos que unieron sus mutuas soledades. Y fuimos uno para abatir tempestades y librar batallas sin más armas que nuestro amor… Amor a intervalos, amor que tocaba los dinteles del ensueño, partió tu fantasmal silueta a la distancia y se esfumó para siempre tu alborada.
Mirando al cielo he intentado hallar una señal que derribe el muro de mis interrogantes y al no encontrarla, exhausta ya de la tortuosa bruma del pasado, he venido hasta aquí para esconder tu imagen y tu voz en el silencio de esta tumba en la que dormirá tu recuerdo inmerso en el sueño del olvido. Ya lo ves, ha llegado el inevitable momento del adiós, el mío, y he traído para ti la última flor de aquel nuestro verano y una carta en sobre abierto que no sabrás leer porque encierra en versos lo que no te dije, lo que no escuchaste, lo que no captaste en el misterioso lenguaje de mis ojos.
El aire de esta tarde mece en vaga melancolía las ramas de los árboles; puedo sentir el gélido océano de tu ausencia una vez más, la última, mientras la mansa luz se va extinguiendo poco a poco en el horizonte. Sé que debo partir antes de que la noche de la indecisión me atrape en sus dominios y borrar las huellas del sendero que me llevó hasta ti para no encontrarlo si alguna vez me invadiera el absurdo deseo de volver a abrir el sepulcro del recuerdo.
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