lunes, 15 de diciembre de 2014

Cuando te beso, no te beso. No te enojes. Espera. Dejá que te explique. Es que a veces, cuando te beso sólo quiero meterme dentro tuyo. Si, así como te lo digo. Dentro. Que cómo es eso. Simple, busco deslizarme por la alfombra rosa de tu lengua y quedarme, dentro, protegido de todo lo que nos rodea. Vas a creer que no quiero que nos vean. Que no quiero crecer y que te veo como un punto y coma el que no se escondió se embroma. Puede ser. No te lo niego. Otras, es distinto, brindamos, reímos y cuando veo tu sonrisa no puedo resistirme. Entonces, brinco directo al centro de tus labios y te tomo por sorpresa. Vos, con tus ojos aún abiertos (sé que siguen abiertos, ya que alguna vez abrí los míos y me encontré con los tuyos, claro, tan cerca, tus ojos son casi un solo y grande ojo, pero eso ya lo dijo Cortazar, y, mejor que yo, por lo que sigo con lo que te decía al escribir: entonces) te dejas besar, besando. Porque si hay algo que siempre me llama la atención de vos, es tu capacidad besadora. Mira que besé otras bocas, pero ninguna como la tuya. Vos, desde la primera vez fuiste y seguís siendo una mujer anhelante. Alguien siempre dispuesto al encuentro labial. Al principio te vi como perdida en un desierto, bebiendo de mi boca como de un manantial. Luego me di cuenta de que, tu sed, es intrínseca a tu persona. Y por ella andás por la vida deseosa de besos. Al principio, no lo voy a negar, me sentí un simple surtidor. Pero luego, la constancia de nuestro encuentro aletargó mis celos y caí en la felicidad plena de quien se sabe deseado. Ya sé que aún no dije lo que tengo para decir, es que doy vueltas. Vos los sabes. Así me conociste, girando alrededor del Parque Centenario, cuando paseabas a tu perro y yo simplemente paseaba al perro en mí.


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