Después que mis ojos llorosos me dejaron ver, me levanté de la cama y me reflejé en el espejo. Ahí vi a otra mujer, eran los restos de la que había estado en mi cuerpo tantos años, acompañándome, jugando con mis fantasías, enarbolando sueños y correrías. Era aquel fantasma que hoy se burlaba de mi sufrimiento, era yo que gozaba con mi reflejo turbio, en carne viva. Sacudí mi realidad con agua bien fría, de esa que sirve para despabilar hasta a un muerto, y mis lágrimas fueron gotas que se mezclaron con esa verdad que parecía pesadilla, con esa falta que de ahora en más no sería fantasía.
Estaba desnuda y mis senos marchitos parecían sumarse al duelo de una sonrisa que había perdido. Caminé esos pasos nocturnos que se caminan sin sentido, húmeda y desnuda, encendiendo un cigarrillo y viendo desde mi balcón como esa ciudad hacía muecas a mis sentidos. No tenía más lágrimas, ellas también se habían ido, en una huída que me sorprendía, me dejaba perpleja porque tal vez esa ausencia me repondría. Puse a David Darling en el equipo, su cello con aire de jazz hacia que me sirviera una copa de chardonnay, con su gusto dulzón fermentado como mi amor, y otra más, y otra más con la firme intención de embriagarme y que abriera el último cuaderno que con él comprara en una tarde perdida de invierno.
Leí lo que días atrás había escrito, tan cruel y tan amoroso que todo pareció fútil pero elocuente y una lágrima, la última y escondida, pareció darle a él la bienvenida.
Juan Marin
Estaba desnuda y mis senos marchitos parecían sumarse al duelo de una sonrisa que había perdido. Caminé esos pasos nocturnos que se caminan sin sentido, húmeda y desnuda, encendiendo un cigarrillo y viendo desde mi balcón como esa ciudad hacía muecas a mis sentidos. No tenía más lágrimas, ellas también se habían ido, en una huída que me sorprendía, me dejaba perpleja porque tal vez esa ausencia me repondría. Puse a David Darling en el equipo, su cello con aire de jazz hacia que me sirviera una copa de chardonnay, con su gusto dulzón fermentado como mi amor, y otra más, y otra más con la firme intención de embriagarme y que abriera el último cuaderno que con él comprara en una tarde perdida de invierno.
Leí lo que días atrás había escrito, tan cruel y tan amoroso que todo pareció fútil pero elocuente y una lágrima, la última y escondida, pareció darle a él la bienvenida.
Juan Marin
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