domingo, 21 de agosto de 2016

Jiddu Krishnamurti

El último diario (25 de febrero de 1983)

Mientras las horas pasan (no importa el nombre del árbol, lo que importa es su belleza), una cualidad extraordinaria parece extenderse sobre toda la Tierra, sobre el río. Y cuando el Sol asciende un poco más, las hojas comienzan a aletear, a danzar. Y cada hora que pasa parece conferir a ese árbol una cualidad diferente. Antes de salir el Sol, se lo ve melancólico, sosegado, muy distante y pleno de dignidad. Y al comenzar el día, las hojas cubiertas de luz danzan y le da al árbol ese peculiar sentido que uno tiene de inmensa belleza. A mediodía, su sombra se ha hecho más profunda, y uno puede sentarse ahí protegido del Sol, sin sentirse jamás solo con el árbol como compañero. Mientras uno permanece ahí, existe una relación de profunda y perdurable seguridad y una libertad que únicamente los árboles pueden conocer. Hacia el anochecer; cuando el cielo occidental se ilumina con el Sol poniente, el árbol se vuelve poco a poco sombrío, oscuro y se cierra sobre sí mismo. El cielo se ha tornado rojo, amarillo y verde, pero el árbol permanece quieto, oculto, y descansa durante la noche.
Si uno establece una relación con el árbol, está relacionado con toda la humanidad. Uno es responsable, entonces por ese árbol y por los árboles del mundo. Pero si uno no se relaciona con las cosas vivientes de esta Tierra, puede perder toda relación con la humanidad, con los seres humanos. Nosotros nunca observamos profundamente la cualidad de un árbol, nunca lo tocamos realmente, sintiendo su solidez, su áspera corteza, ni escuchamos el sonido que forma parte del árbol. No el sonido del viento entre las hojas, ni el de la brisa que en la mañana agita el follaje, sino el sonido propio del árbol, el sonido del tronco y el silencioso sonido de las raíces. Uno tiene que ser extraordinariamente sensible para escuchar el sonido. Este sonido no es el ruido del mundo, ni el ruido del parloteo mental, ni el de la vulgaridad de las disputas humanas y del conflicto humano, sino el sonido como parte del universo.
Es extraño que tengamos tan poca relación con la naturaleza, con los insectos, con la rana saltarina, con el búho que ulula entre los cerros llamando a su pareja. Parece que nunca experimentamos sentimiento alguno por todas las cosas vivientes de la Tierra. Si pudiéramos establecer una profunda y duradera relación con la naturaleza, jamás mataríamos un animal para satisfacer nuestro apetito, jamás haríamos daño a un mono, a un perro o a un conejillo de Indias practicando con ellos la vivisección para nuestro propio beneficio. Encontraríamos otros medios para curar nuestras heridas, nuestros cuerpos. Pero la curación de la mente es algo por completo distinto. Esa curación tiene lugar  gradualmente si uno está con la naturaleza, con esa naranja en el árbol, con la brizna de hierba que empuja a través del cemento, con los cerros cubiertos, ocultos por las nubes.
Esto no es sentimentalismo ni imaginación romántica, sino la realidad de una relación con todo cuanto vive y se mueve sobre la Tierra. El hombre ha matado millones de ballenas y aún las sigue matando. Todo lo que obtenemos de esa matanza podríamos obtenerlo por otros medios. Pero, al parecer, el hombre gusta de matar cosas, mata al ciervo veloz, a la maravillosa gacela y al gran elefante. Nos gusta matarnos unos a los otros. Este matar a otros seres humanos jamás ha cesado a lo largo de toda la historia del hombre sobre la Tierra. Si pudiéramos (y tenemos que hacerlo) establecer una profunda y perdurable relación con la naturaleza, con los arboles, los arbustos, las flores, la hierba y las rápidas nubes, jamás mataríamos a otro ser humano por ninguna razón. La guerra es el asesinato organizado, y aunque nos manifestemos contra una guerra en particular, jamás nos hemos manifestado contra la guerra en sí. Jamás hemos dicho que matar a otro ser viviente es el más grande pecado de la Tierra.




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